Por Roland Barthes
El que os está
hablando en estos momentos tiene que reconocer una cosa: que le gusta salir
de los cines. Al encontrarse en la calle iluminada y un tanto vacía (siempre va
al cine por la noche, entre semana) y mientras se dirige perezosamente hacia
algún café, caminando silenciosamente (no le gusta hablar, inmediatamente, del film
que acaba de ver), un poco entumecido, encogido, friolero, en resumen,
somnoliento: solo piensa en que tiene sueño; su cuerpo se ha convertido
en algo relajado, suave, apacible: blando como un gato dormido, se nota como
desarticulado, o mejor dicho (pues no puede haber otro reposo para una
organización moral) irresponsable. En fin, que es evidente que sale de un
estado hipnótico. Y el poder que está percibiendo, de entre todos los de la
hipnosis (vieja linterna psicoanalítica que el psicoanálisis tan solo trata con
condescendencia),1 es el más antiguo: el poder de curación. Piensa entonces en
la música: ¿acaso no hay músicas hipnóticas? El castrado Farinelli, cuya messa
di voce, «tanto por la duración como por la
emisión» fue cosa increíble, adormeció
durante todas las noches durante catorce años la mórbida melancolía de Felipe V
de España.
*
Así suele salirse del
cine. Pero, ¿cómo se entra? Salvo en los casos –cada vez, cierto, más
frecuentes– de una intención cultural muy precisa (película elegida, querida,
buscada, objeto de una auténtica alerta precedente), se suele ir al cine a
partir de un ocio, de una disponibilidad, de una vocación. Todo sucede como si,
incluso antes de entrar en la sala, ya estuvieran reunidas las condiciones
clásicas de la hipnosis: vacío, desocupación, desuso; no se sueña ante la
película y a causa de ella; sin saberlo, se está soñando antes de ser
espectador. Hay una «situación de cine», y esta situación es pre-hipnótica. Utilizando una auténtica metonimia,
podemos decir que la oscuridad de la sala está prefigurada por el «ensueño crepuscular» (que, según Breuer-Freud), precede
a la hipnosis, ensueño que precede a esa oscuridad y conduce al individuo, de
calle en calle, de cartel en cartel, hasta que éste se sumerge finalmente en un
cubo oscuro, anónimo, indiferente, en el que se producirá ese festival de los
afectos que llamamos una película.
*
¿Qué quiere decir la «oscuridad» del cine (nunca he podido evitar
al hablar del cine, pensar más en la «sala» que en la «película»)? La oscuridad no es tan sólo la propia sustancia del ensueño
(en el sentido pre-hipnoide del término); es, también, el color de un difuso
erotismo; por su condensación humana, por su ausencia de mundanidad (contraria
a la «apariencia» cultural de toda sala de teatro), por el aplanamiento de las posturas
(muchos espectadores se deslizan en el asiento, en el cine, como si fuera una
cama, con los abrigos y los pies en el asiento delantero), la sala
cinematográfica (de tipo común) es un lugar de disponibilidad, y es esa
disponibilidad (mayor que en el ligue), la ociosidad del cuerpo, lo que mejor
define el erotismo moderno, no el de la publicidad o el strip-tease,
sino el de la gran ciudad. En esta oscuridad urbana es donde se elabora la
libertad del cuerpo; este trabajo invisible de los afectos posibles procede de
algo que es una auténtica crisálida cinematográfica; el espectador podría hacer
suya la divisa del gusano de seda: Inclusum labor illustrat; justamente
porque estoy encerrado trabajo y brillo con todo mi deseo.
En esa oscuridad del
cine (oscuridad anónima, poblada, numerosa: ¡qué aburrimiento, qué frustración
la de las llamadas proyecciones privadas!) yace la misma fascinación de la
película (sea ésta la que fuere). Evoquemos la experiencia contraria: en la
televisión, aunque también se pasan películas, no hay fascinación; la oscuridad
está eliminada, rechazado el anonimato; el espacio es familiar, articulado (por
muebles y objetos conocidos), domesticado: el erotismo (digamos mejor la erotización
del lugar, para que se comprenda lo que tiene de ligero, de inacabado) ha sido
anulado: la televisión nos condena a la familia, al convertirse en el
instrumento del hogar, como lo fuera antaño la lar, flanqueada por la marmita
comunal.
*
Dentro del cubo opaco,
una luz: ¿película, pantalla? Por supuesto. Pero también (¿o sobre todo?),
desapercibido y visible, el cono danzante que perfora la oscuridad a la manera
de un rayo laser. Es un rayo que se acuña, según la rotación de sus partículas,
en figuras cambiantes; volvemos el rostro hacia la moneda de una
vibración brillante, cuyo imperioso chorro pasa rasando nuestro cráneo, roza de
espaldas, de refilón, una melena, una cara. Como en las antiguas experiencia de
hipnotismo, estamos fascinados por ese lugar brillante, inmóvil y danzarín, que
no vemos de frente.
*
Es como si un largo
tallo de luz recortara un agujero de cerradura y todos estuviéramos,
estupefactos, mirando por ese agujero. ¿Cómo? ¿No hay nada en ese éxtasis que
proceda del sonido, la música, las palabras? Por regla general –en la
producción corriente– el protocolo sonoro no es capaz de producir nada
fascinante que escuchar. El sonido concebido tan sólo como refuerzo de la verosimilitud
de la anécdota, no es más que un instrumento suplementario de representación;
se pretende que se integre dócilmente con el objeto imitado, no se le separa de
ese objeto para nada; bastaría con poca cosa, sin embargo, para independizar
esta película sonora: un sonido desplazado o aumentado, una voz que tritura su «grano», cerca, en el pabellón de nuestra
oreja, y la fascinación volvería; pues es algo que siempre proviene del
artificio, o, mejor dicho, del artefacto –el caso del rayo danzarín del
proyector– que, por encima o literalmente, se acerca a trastornar la escena
mimada por la pantalla, sin desfigurar, sin embargo, su imagen (la Gestalt,
el sentido).
*
Tal es la exigua playa
–o al menos lo es para el que os está hablando– en que tiene lugar la
estupefacción fílmica, la hipnosis cinematográfica: tengo que estar dentro de
la historia (lo verosímil me requiere), pero también tengo que estar en otra
parte: como un fetichista escrupuloso, consciente, organizado, en resumen, difícil,
exijo que el film y la situación en la que me encuentro con él me
ofrezcan un imaginario ligeramente «despegado».
*
¿Qué es la imagen
fílmica (comprendido el sonido también)? Una trampa. Hay que darle a
esta palabra su sentido analítico. Estoy encerrado con la imagen como si
estuviera preso en la famosa relación dual que fundamenta lo imaginario. La
imagen está ahí, delante de mí, para mí: coalescente (perfectamente fundidos su
significado y su significante), analógica, global, rica; es una trampa
perfecta: me precipito sobre ella como un animal sobre el extremo de un trapo
que se parece a algo y que le ofrecen; y, por supuesto, esa trampa
mantiene en el individuo que creo ser el desconocimiento ligado al yo y a lo
imaginario. En la sala de cine, por lejos que esté, estoy aplastando mis
narices contra el espejo de la pantalla, ese «otro» imaginario con el que me identifico narcisistamente (dicen que los
espectadores que quieren ponerse lo más cerca posible de la pantalla son los
niños y los cinéfilos); la imagen me cautiva, me captura: me quedo como pegado
con cola a la representación y esta cola es el fundamento de la naturalidad
(la pseudo-naturaleza) de la escena filmada (cola que ha sido preparada con
todos los ingredientes de la «técnica»); lo real, por su parte, no conoce más que las distancias, lo simbólico
no conoce más que máscaras; tan sólo la imagen (lo imaginario) está próxima,
solo la imagen es «real» (es capaz de producir
el tintineo de la verdad). ¿Acaso la imagen no tiene, por derecho propio, todos
los caracteres de lo ideológico? El individuo histórico, como el
espectador de cine que estoy imaginando, también se pega al discurso
ideológico: experimenta su coalescencia, su seguridad analógica, su riqueza de
sentido, su naturalidad, su «verdad»: es una trampa (es nuestra trampa, porque ¿quién podría escapar
de él?); lo ideológico, en el fondo, sería lo imaginario de una época, el cine
de una sociedad; al igual que una película que sabe encandilar, incluso tiene
sus propios fotogramas: los estereotipos articulados en su discurso; ¿no es el
estereotipo una imagen fija, una cita a la que se pega nuestra lengua? ¿No
tenemos acaso una relación dual, narcisista y maternal, con el lugar común?
*
¿Cómo despegarse del
espejo? Voy a arriesgar una respuesta que constituye un juego de palabras: «despegando» (en el sentido aeronáutico y
drogadicto del término). En efecto, sigue siendo posible conseguir un arte que
rompa el círculo dual, la fascinación fílmica, y diluya el pegamento, la
hipnosis de lo verosímil (de lo analógico), recurriendo a la mirada (o escucha)
crítica del espectador; ¿no es precisamente lo que Brecht llama el
distanciamiento? Hay muchas cosas que pueden ayudar a despertar de la hipnosis
(imaginaria y/o ideológica): los mismos procedimientos del arte épico, la
cultura del espectador o su alerta ideológica; al contrario que en el caso de
la histeria clásica, lo imaginario desaparecería desde el momento en que fuera
observado. Pero existe otro modo de ir al cine (que ya no consiste en ir armado
del discurso de la contra-ideología); es ir al cine dejándose fascinar dos
veces, por la imagen y por el entorno de ésta, como si se tuvieran dos
cuerpos a la vez: un cuerpo narcisista que mira, perdido en el cercano espejo,
y un cuerpo perverso, dispuesto a fetichizar ya no la imagen, sino precisamente
lo que se sale de ella: el «grano» del sonido, la sala, la oscuridad, la masa oscura de los otros cuerpos,
los rayos de luz, la entrada, la salida; en resumen, para distanciarme, para «despegar», complico una «relación» usando una «situación». A fin de cuentas, eso es lo que
me fascina: lo que utilizo para guardar la distancia en relación a la imagen:
estoy hipnotizado por una distancia; y esta distancia no es crítica
(intelectual); es, por así decirlo, una distancia amorosa: ¿Habría quizás,
incluso en el cine (tomo la palabra en su aspecto etimológico), la posibilidad
de gozar de la discreción?
1. Véase Ornicar?, n.° 1, p. 11.
1975,
Communications.
De Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Barcelona, Paidós, 1986.
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