miércoles, 15 de agosto de 2012

El misterio del leñador solitario


La libertad es la película más transparente del cine argentino de los últimos tiempos. Pero también es la más indescifrable. Tan solitaria como su protagonista, tan alejada de sus contemporáneas, parece reclamar una explicación que esta nota intenta compartir con su director. por Quintín.



Hace algunos meses, cuando empezábamos a buscar material para el Festival de Buenos Aires y por ningún lado aparecía una película argentina terminada, alguien me indicó que había una sobre un hachero en La Pampa (de la que mi interlocutor sólo recordaba que al director le decían “El Panza”) y sugirió que tal vez me interesaría echarle un vistazo. Días más tarde conocí a Lisandro Alonso, un casi adolescente tímido, de pelo largo, que trajo el cassette con una actitud que, ante la falta de referencias, interpreté como humilde o insegura. Ver la cinta implicó la inmediata selección del film para la competencia internacional, pero lo rotundo y evidente de la decisión me sirvió de excusa para no pensar demasiado en la película (un vicio de programador que adquirí muy rápidamente).

Unas semanas después recibí un llamado telefónico de Alonso que me anunció que La libertad había sido elegida oficialmente para participar de un festival en Francia. “¿Qué festival?”, pregunté. “Cannes”, contestó Alonso como si pronunciara un nombre desconocido mientras a mí me temblaba el teléfono en las manos, confirmaba que el tipo era un marciano y calculaba que habíamos perdido un puesto seguro para la competencia porteña y que sería difícil lograr que el festival más celoso de la exclusividad nos autorizara a exhibirla aunque más no fuera una sola vez (lo que ocurrió casi de milagro a último momento).

De todos modos, la noticia no fue una sorpresa. Estaba claro que si algún film argentino iba a participar de la selección oficial de Cannes, debía ser La libertad. Saltaba a la  vista que era una película distinta, radicalmente distinta. Tanto para el distribuidor local que me dijo furioso “Eso no es una película” como para Pablo Trapero y Martín Rejtman que decidieron asociarse para ocuparse de la gestión comercial. Sin embargo, más allá de la confirmación de que La libertad era un film importante, de que su singularidad la destacaba sin confusión posible, había una serie de preguntas que seguían sin plantearse.

En primer lugar, si no se trata de un documental. Después de todo, el argumento de la película se puede resumir en una línea: veinticuatro horas en la vida de un hachero en La Pampa. Si uno intenta ser menos sintético, puede extenderse diciendo que el film muestra cómo el protagonista corta árboles, come, duerme, camina por el monte, va al pueblo y vende la madera, compra provisiones y habla por teléfono. Pero además, por la diabólica habilidad con la que Misael Saavedra maneja el hacha, por la alucinante economía de esfuerzos que emplea en su tarea, no caben dudas de que se trata de un leñador verdadero. (Un desafío para Hollywood sería entrenar a un actor del método para que hiciera de Saavedra en la remake americana de La libertad, un film que llevaría por título Wood and Freedom.) Como escribió el crítico canadiense Mark Peranson, esta es una película sobre el Maradona de los hacheros. Sin embargo, la cámara no sigue al protagonista ni lo interroga, sino que este actúa para ella. En todo caso, hay un encuentro en la mitad del camino entre un cineasta y un personaje. Pero, sobre todo, no hay en La libertad ningún atisbo didáctico ni tampoco un afán de testimonio ni de investigación antropológica: no es esta una historia de la Argentina secreta. El secreto es el film en sí mismo, el misterio que rodea sus imágenes fascinantes e imposibles de interpretar o de adscribir a una intención, su título ambiguo, su carencia de filiación aparente, su estatuto de verdadero ovni en el cine nacional y en cualquier otro.

En Cannes, la película despertó curiosidad y sorpresa, dividió las opiniones aunque la mayoría fueron favorables. Exhibida en una sección (Un Certain Regard) cuyos títulos tienden a perderse para reaparecer más adelante en lugares donde hay más tiempo para emitir un juicio meditado, no pasó inadvertida. Y aunque perdió la Cámara de Oro ante un film sobre esquimales que manipula el exotismo, tuvo críticas como la de Le Monde donde Thomas Sotinel leyó el film casi con clarividencia: “Todo el arte de Lisandro Alonso es el de escamotear las 22 horas y 47 minutos que le faltan al film para mostrar la verdadera jornada de Misael. Pero aunque la película sea así de simple, obedece a principios de puesta en escena y de montaje muy rigurosos, y la impresión de extensión y lentitud no es más que eso, una impresión. La libertad es un logro intrigante que hace aflorar con gracia y gravedad la superficie de un mundo y de su único habitante. (... ) La libertad del título es la que se encuentra al cabo de un extremo despojamiento y Misael está mostrado como una especie de asceta involuntario. (... ) Misael no actúa y testimonia una indiferencia soberbia frente a la cámara. Pero ejecuta cada una de sus tareas con una economía de gestos y una energía tan lentamente destilada que su jornada se transforma en uno de esos espectáculos magníficos que la vida ofrece a veces por accidente”.

El texto de Sotinel responde algunos interrogantes  fundamentales que plantea la película y ofrece las claves para situarla en el lugar debido. Básicamente da cuenta del placer que proporciona, caracteriza apropiadamente al protagonista y establece las pautas de la estética minimalista y refinada del film. Pero además da cuenta de su pertinencia como film, de que su autonomía está alejada del capricho.

No todos, por supuesto, le entraron a la película por el lugar adecuado. Una periodista americana nos decía en Cannes que se había ido a la media hora porque no veía “ninguna idea” detrás de la película. Luego de recordarle la frase de Godard de que las ideas no se filman, le dijimos que la película permitía disfrutar de la jornada del hachero, pero pensó que la estábamos cargando. Otro despistado fue Michel Ciment, conocido crítico francés, que reconoció en el film (despectivamente) la influencia de Chantal Akerman. Pero dijo algo gracioso: “Si en lugar de cortar esos árboles finitos, el tipo cortara un tronco de seis metros de diámetro, la película duraría tres horas y hubiera ganado el premio de la FlPRESCI”. La tontería de la afirmación tiene su jugo: Alonso ahorra esfuerzos como cineasta casi con la misma elegancia con que Saavedra lo hace como leñador. Pero los jurados (esta es una regla general) aman la transpiración. Y algunos críticos aman las explicaciones o, mejor dicho, las películas que les permiten darlas.

Insinué más arriba que La libertad es la película más rara que haya dado el cine argentino de estos años. El calificativo suele usarse para lo barroco o lo bizarro, pero en este caso se aplica a un objeto extremadamente depurado, perfecto podría decirse. Una película que apunta a un objetivo y lo logra exactamente, sin dejar margen para la discusión. ¿Qué podría reprochársele a un film donde es obvio que no sobra ni falta ningún plano, en el que no hay un acento falso, un propósito confuso o una concesión posible? Aun así, algunas preguntas subsisten. Sobre todo, de dónde salió una película como esta, quién es ese extraño director de pelo largo, a qué apunta, desde dónde concibió esta aventura formidable y cómo la llevó a cabo. Para averiguarlo, me encontré con Alonso a la vuelta de Cannes.


¿Cómo llegaste a hacer La libertad?

Tengo 25. Entré a la FUC a los 17, hice tres años y dejé. Me fui a trabajar con Nicolás Sarquís, que estaba por filmar Sobre la tierra pero también estaba a cargo de la sección Contracampo en el Festival de Mar del Plata. Trabajé dos años de cadete. Sarquís me decía andá a copiar esta película. Yo la copiaba y de paso la veía. Me mostró un panorama distinto, tanto del cine americano como del que se estudiaba en la universidad. Eran películas con personalidad, distintas. En esa época se abrió la posibilidad de ver esas películas. A Kiarostami no lo conocía nadie acá. Descubrí un cine más raro, más personal que me interesaba más. Yo pensaba en hacer una película que pudiera entrar en Contracampo. Después trabajé de ayudante de dirección en Sobre la tierra. Sarquís es un apasionado, es un tipo severo que quiere lo que hace y como programador trataba de mostrar el cine que le interesaba. Pero después él se quedó sin proyectos y yo había alcanzado un techo. No tenía nada que hacer en Buenos Aires. No me interesaba trabajar en publicidad, dejar el currículum para ver si me llamaban y todo eso. Me fui al campo de mi viejo que queda en La Pampa, a 800 kilómetros de Buenos Aires. Está en el medio de la nada, un lugar en el que salís a caminar y no encontrás a nadie, que te tenés que trepar a un árbol para ver el molino y orientarte, donde se te puede cruzar un puma. Ahí lo conocí a Misael y se me ocurrió hacer la película. Estuve hablando con mi viejo un año y medio para que me diera la plata. Era la única forma. Si iba al instituto o a ver un productor con las cinco páginas que tenía escritas no me iban a dar mucha bolilla.

¿Cuánta plata fue?

Unos treinta mil dólares. Para la película virgen, el alquiler del equipo, la comida y el revelado. Nadie cobró. La hicimos en diez días, la edité en video muy rápido porque no había grandes cambios, eran todos planos secuencia. Quedó un video y pensé que para terminarla no tenía que pedirle más plata a mi viejo. Porque si a nadie le interesaba no tenía sentido. O iba a invertir en algo a lo que no se le daba valor. Lo peor que podía pasar es que quedara como una experiencia para diez personas. La terminé en enero de 2000 y después me fui a Córdoba a trabajar de ayudante de sonidista en El descanso. Después volví y estuve corrigiendo pavadas hasta diciembre, que se empezaron a interesar en Buenos Aires y en Cannes y el Instituto puso lo que faltaba para terminarla.

Sabías que era una película distinta…

Para mí tenía un tope de 5.000 espectadores. Ahora vamos a ver si hacemos 3.000. Hay mucho riesgo y el espectador no tiene de dónde agarrarse. Aun en las películas de un festival, donde se elige con otro criterio, las películas tienen más para agarrarse: una historia, diálogos, información, planos detalle, emociones previsibles. Pero yo no quiero contar una historia, lo único que me interesa es observar. Que la película genere una incertidumbre, o en todo caso que sugiera. Quiero que el espectador invente su película en la cabeza. Se trata de observar acciones, comportamientos, movimientos. En general lo que hay que observar está marcado, inducido por el guión que orienta la mirada. No quiero hacer eso y tampoco me interesaba informar como en un noticiero cuánto ganaba un hachero o cuántos árboles corta por día. Quería observar atentamente y poner al espectador en esa situación, que se pregunte qué tiene que ver lo que está viendo con su propia libertad, por ejemplo. La única manera que encuentro es no dar información, no poner diálogos, dejarlo solo al personaje. Si entra en una conversación común pierde vuelo, se hace convencional y se parece a una película sobre un tipo que va a una discoteca en la que se reconocen todos los tipos que van a la discoteca y dicen las mismas cosas. En cambio así es un espejo para el espectador en el que se ve a través de alguien completamente distinto pero que es igual a él cuando está solo. Es un espejo, pero vacío. Alguien me dijo que es una película sobre un tipo pensando. Creo que es una película sobre el espectador pensando al chocar contra algo que es diferente, enfrentándose con la nada a través de un personaje impenetrable.

Pero Misael no es un tipo cualquiera…

No, seguro, es un ser muy especial. Tiene 27 años pero hace lo mismo desde los 10. Primero con la familia cerca de Zapala. Vivían asilados y Misael solo iba al pueblo para Navidad. Ahora se pasa seis meses en el monte. Está solo con un perro y es una personalidad única, aun para la gente de campo. Hace lo que se ve en la película aunque ahora tenía que respetar las marcas y estaba el equipo de la película presente. Pero se adaptó perfectamente. Cuando preparábamos una escena yo le preguntaba cuánto iba a tardar en hacer algo y me contestaba: tres minutos. Y tardaba tres minutos. Pero no usa reloj ni necesita medir el tiempo de esa manera. La única diferencia en su trabajo cotidiano es que no vende la madera sino que trabaja por un sueldo. Cuando filmamos paraba con nosotros, pero a los diez días se volvió al monte. Una vez por semana le llevan un barril con agua. Los domingos se acerca a las casas a tomar unos mates. Pide harina, fideos arroz o papas. Carne no come, salvo cuando caza una mulita u otro animal. Ahora, después del festival de Buenos Aires, se fue a Zapala a ver a una novia que tiene. Pero ya está de nuevo en el monte. No queda mucha gente así, que trabaja como hace 200 años con una habilidad increíble y prefiere esa soledad. Para mí es un sabio. Sabe lo que pasa alrededor pero no está  impregnado.

Hay algo curioso. En un momento de la conversación dijiste que te habías retirado al campo, que la ciudad no te interesaba. Y te encontraste con alguien que hizo lo mismo pero multiplicado.

Sí, hay algo de eso. Misael me parece una especie de alter ego mío. Alguien al que no le interesa la sociedad, que crea su propio mundo. Es impenetrable pero es rico. Pero es mejor explorarse uno mismo que hablar del partido del domingo. Llegar a tu propio mundo que es inaccesible. Incluso tiene algo que ver con la locura que es algo que me fascina.

¿Te sorprendieron las reacciones que generó la película?

Un poco. Hay gente que habló de Whitman, de Rousseau, de Nietzsche e incluso de otros nombres que no conozco. Otros me dijeron que se sintieron estafados. Pero aun cuando me dicen que les gusta, no sé muy bien qué es lo que les gusta. Pero supongo que siempre es así.

¿Qué pensás hacer ahora?

Ahora pienso disfrutar un poco, recorrer los lugares a los que me inviten. Tomarme unas copas y festejar. Pero después quiero enterrarme de nuevo en el campo. Perderme en el silencio, vivir en ese mundo enrarecido. Y dentro de un tiempo, si puedo, hacer otra película, seguramente sobre otro solitario. Seguir investigando, tratar de saber lo que hice. Observar sin opinar. Descubrir al personaje. Y perderme en mi propia nada, aunque es un juego peligroso.


¿Podés repetir la experiencia?

No sé. La verdad es que no sé. Me pasa un poco lo mismo que a Misael. No sé si se puede recuperar esa inocencia después de haber entrado en el mundo del cine.


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