viernes, 31 de agosto de 2012

RR (Rail Roads)




Café Lumière, Hou Hsiao-Hsien, Japón/Taiwan, 2003 (108 min.) + Obreras saliendo de la fábrica, José Luis Torres Leiva, Chile, 2005 (21 min.)

La película más minimalista de Hou Hsiao-Hsien hasta la fecha (2003) es un fresco retorno a su forma, una provocativa e inolvidable mirada acerca de Tokyo y la deriva global del mundo que es lenta para revelar sus secretos y hermosuras. Encargada por el estudio japonés Shochiku como un homenaje al famoso director de su casa Yasujiro Ozu, hace referencia a Ozu sólo indirectamente, a través de la repetición de unos pocos motivos visuales y a través de detalles que indican cuánto cambió el mundo desde aquellos tiempos. La heroína de 23 años (la cantante pop Yo Hitoto), soltera y embarazada, es una escritora independiente obsesionada con la vida del compositor clásico de Taiwán Jiang Wenye (cuya música escuchamos en la película); ella es ayudada en su investigación por un amigo igualmente obsesionado con grabar los ruidos de los trenes del metro. La trama es libre, pero los sonidos, las imágenes y el ambiente son indelebles. 
(Cápsula de Jonathan Rosenbaum)

Tras el esfuerzo vanguardista por permitir la filtración de elementos de la post-modernidad en su cine (en la gran Millenium Mambo), Hsiao-hsien decide fijar la vista atrás para comprender el presente. Y el referente no es otro que el maestro Yazuhiro Ozu. De este diálogo formal entre maestros nace una de las más bellas meditaciones acerca de la incomunicación en el mundo contemporáneo. Habitando espacios, tempos y encuadres pertenecientes al legendario Ozu, Hsiao-hsien rebusca en un Tokio alejado de su centro ultra-moderno y neurótico indicios urbanos que le sirvan como metáfora de esa desconexión entre los seres humanos. Su maravilloso descubrimiento son las vías inconexas y los vagones de unos trenes que parecen ir a la deriva, componiendo una danza de desencuentros. Café Lumière parece una versión moderna de los Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953) de Ozu, sin embargo surgen también otros referentes claros, como por ejemplo Buenos días (Ohayo, 1959) con la que comparte una escena final memorable.
Manuel Yáñez
Sinopsis

Yoko (Yo Hitoto) una joven escritora japonesa, se hace amiga de Hajime (Tadanobu Asano) el dueño de una librería de segunda mano, mientras investiga la figura de Jung Wenye (un músico de Taiwán con nacionalidad japonesa que tuvo muchísimo éxito en Japón durante las décadas de 1930 y 1940). Juntos los dos comienzan a pasar su tiempo en varios cafés de la ciudad. Yoko fue criada por su tío en Yubari, un pueblo rural, pero ha establecido una buena relación con su padre y su madrastra. Un día ella les cuenta que está embarazada. El padre del hijo es de Taiwán. Sus padres se preocupan por su futuro y su decisión de ser una madre soltera. A pesar de que no puede expresar sus sentimientos, Hajime ama a Yoko. En su vida cotidiana, Yoko reevalúa su imagen de su familia y piensa en la criatura que esta creciendo dentro de ella…


Café Lumière es un punto de partida para Hou: el primer filme que rodó en Japón. El proyecto originalmente fue concebido como una película compuesta de tres partes para celebrar el 100º aniversario del nacimiento del gran director japonés, Yasujiro Ozu, en 1903. Cuando los otros dos directores la abandonaron, Hou decidió hacer toda la película él mismo. No, explica Hou, no creció devorando las películas de Ozu. Tanto insistían los críticos en decirle cuánto se parecía su trabajo a la obra del maestro japonés que decidió explorarlo. Vio las películas de Ozu por primera vez en Paris, a mediados de la década de 1980, cuando se encontraba en Europa promocionando su largometraje autobiográfico, The Time to Live and the Time to Die. “Sentía fascinación por Ozu, pero nuestro trabajo es diferente”, comenta. “La idea de usar detalles de la vida – esa parte es igual.”

Café Lumière es un estudio impresionista lento de una joven japonesa, Yoko (interpretada por la estrella pop Yo Hitoto), que vive en Tokio, recién regresada de Taiwán, donde estuvo estudiando la vida de un famoso compositor. Todo sobre el estilo de narración es discreto e indirecto. En una escena trascendental, Yoko menciona el hecho de informar a sus padres, mayores por cierto, que está embarazada y que su novio taiwanés es el padre de la criatura. “Pero no me casaré con él”, afirma en tono desafiante. Sus padres se sienten espantados. Saben que Yoko no tiene dinero y que pronto estarán obligados a vivir de sus pensiones, y sin embargo dominan sus emociones. Al igual que en las grandes películas de Ozu como The End of SummerFloating Weeds o Tokyo Story, hay un quiebre entre las generaciones. Los padres luchan por comprender las motivaciones de sus hijos. Los hijos, en cambio, parecen ignorar los códigos que rigen las vidas de sus padres sin preocuparse por ello. Las representaciones están subestimadas deliberadamente. Como dice Chang Chen, el actor principal de Three Times: “Lo principal es que los actores se olviden de la cámara. Deben actuar como si estuvieran trabajando en un documental.” La cámara se mantiene firme a una distancia discreta de los actores.


Hou dice que este enfoque estilista no tuvo la influencia de Ozu sino que se debió al sentido común. En su trabajo anterior, “la gente del filme no eran actores profesionales. Si se acercaba demasiado la cámara, entonces se veía todas las atrocidades que estaban haciendo. Así que mantener a las personas a una cierta distancia disimulaba toda esta vergüenza”.

Hou afirma que filmar en Japón fue fácil. “Al principio, pensé que sería muy difícil debido a las diferencias entre las culturas japonesa y taiwanesa”, comenta. “La idea surgió de un amigo japonés. Quería contar una historia familiar, como Ozu, pero de la Tokio moderna. Tenía un mapa de Tokio. Comencé descubriendo qué área me gustaba más. Después de pensar en las profesiones para cada personaje, pude idear a qué parte de la ciudad irían”.

La llegada del tren a la estación Ozu
por Santiago García

No historia de Tokyo

Una joven escritora y su amigo librero forman una platónica pareja en la que ambos comparten el placer y la sensibilidad por cosas que le son indiferentes al común de la gente. Hou Hsiao-hsien los sigue en sus trayectos y sus charlas, así como también por sus silencios y sus desencuentros. Los padres de ella, en particular el padre, remite a esos personajes mayores de los films de Ozu, a su vez, la desencontrada –literalmente– pareja y la constatación visual de ese desencuentro mediante uno de los planos más hermosos que se hayan filmado, parece acercarnos a esa juventud que el realizador japonés también supo retratar con mayor libertad dramática y visual en la madurez de su carrera y casi al final de su filmografía. Café Lumière no fue realizada por Ozu, pero sirve para corroborar algo que en su momento afirmaba con razón mi colega Daniela Vilaboa acerca de que Ozu nos resulta moderno, pero sin embargo su cine, a pesar de su personal estilo, cumple con elementos narrativos propios del clasicismo. Lo cual resulta por demás cierto, ya que al ver esta recreación realizada por Hou Hsiao-hsien, recordamos el crecimiento dramático de la tensión y de la narratividad que poseía Ozu y que aquí, coherente a la impronta de su director, no existe. Un film de Ozu posee la  misma libertad, belleza y narratividad de John Ford o Robert Bresson, aunque los tres parezcan ser distintos entre sí. Hou Hsiao-hsien manifiesta en cada plano su falta de interés por el dramatismo o la estructura, insistiendo más bien en las figuras laberínticas, en los caminos que parecen conducir a ninguna parte. Es saludable esta fidelidad al propio estilo mientras se homenajea al maestro. Y no es irrelevante tampoco la imagen del joven librero que trata de captar el sonido de la llegada del tren a la estación, en una clarísima alusión a La llegada del tren a la estación, el famoso cortometraje de los Hermanos Lumière, que muchos toman como el nacimiento oficial del cine. Esa búsqueda por capturar lo inasible de una obra pasada es la confesión humilde de un director considerado uno de los maestros del cine actual que, sin embargo, se reconoce heredero, deudor e imposible seguidor de otros que vinieron antes que él. Finalmente, Café Lumière logra algo realmente sorprendente. En su estilo, su mirada y su evocación del cine del maestro japonés, Hou Hsiao-hsien nos enfrenta a una melancolía semejante a la de aquellos films que reconstruye. Y aunque sus preocupaciones no son las mismas, descubrimos –cargados de emoción– cuánto se extraña a Yasujiro Ozu, al tiempo que tomamos conciencia que la simpleza de su arte y  de su universo se ha ido para siempre. Ozu construyó gran parte de su cine con este sentimiento del paso del tiempo, de la desaparición de un mundo y su reemplazo por otro más moderno que le resultaba menos interesante. También captó esa tensión entre las distintas generaciones, en la que cada una representa un mundo, y que ese nuevo mundo tiende a borrar al anterior. Café Lumière tiene la humildad de avisarnos que Ozu existe y que sus películas pueden ser captadas por quien que sepa buscar y escuchar, como hacen todo el tiempo los protagonistas de esta película.


Crítica completa de Jonathan Rosenbaum:

Café Lumière (2003) fue encargada por el estudio japonés Shochiku, que le pidió a Hou que creara un homenaje al más famoso director de su casa, Yasujiro Ozu, en conmemoración del centenario de su nacimiento. Es un retorno a su forma para Hou, después del formalismo de Flores de Shangai (1998) y el vacío de Millennium mambo (2001) –y su mejor película desde El maestro de marionetas (1993). También es su esfuerzo más minimalista hasta la fecha, lento para revelar sus profundidades y hermosuras, y marca un rejuvenecimiento de su arte, confirmado por su película subsisiguiente, la lejana al minimalismo Tres tiempos (2005), filmada en Taiwán.

Café Lumière es una mirada a la vida cotidiana japonesa y cómo cambió desde los viejos tiempos de Ozu. Utiliza algunos de los motivos visuales de Ozu –trenes, tendederos– y refleja bellamente lo que el crítico inglés Tony Rayns llamó la “convincente” inseguridad que caracteriza mucho de la obra tardía de Ozu. Es la mirada de un extranjero a Japón que realmente es un vidrio polarizado, porque la obsesiva preocupación de su heroína japonesa de 23 años, Yoko (Yo Hitoto), una escritora independiente que vive en Tokyo, es investigar la vida del compositor clásico taiwanés Jiang Wenye. Aproximadamente un contemporáneo de Ozu, Jiang nació en Taiwán y se educó en Japón, después pasó la mayoría del resto de su vida en la China continental. La única música escuchada en la película, aparte de una canción pop sobre los créditos del final, es una selección de piezas de piano que él compuso en Japón durante los 1920’s y 30’s; ellas proporcionan un tamiz histórico y cultural a través del cual percibimos el presente.


Yoko recién ha vuelto de Taiwán, donde estuvo investigando sobre el origen de Jiang mientras enseñaba japonés. Está embarazada del niño de uno de sus estudiantes, y le dice a sus padres de edad avanzada que piensa criar al niño sola –un claro signo de las diferencias entre la vida japonesa actual y la vida contada por Ozu.

Taiwán fue una colonia japonesa por 50 años, hasta 1945, sólo dos años antes de que Hou naciera, y la cultura japonesa indudablemente tuvo un efecto prolongado en muchos aspectos de la vida taiwanesa. Hou, quien desde hace ya un tiempo ha tenido interés en Ozu, comparte con el viejo director la fascinación con los trenes, y en Café Lumière uno de los amigos de Yoko, Hajime (Tadanobu Asano), que atiende un local de libros usados, está obsesionado con grabar los sonidos de los trenes.

Como Ozu, Hou principalmente no juzga a sus personajes, aunque se las arregla para sugerir durante el curso de su narrativa casi sin trama que Yoko y Hajime son un poco como coleccionistas indiscriminados cuya fascinación con la música y los trenes podría mostrar más compulsión que pasión. Aun si hay una crítica de la vida contemporánea que se pueda hacer a partir de esta observación –también insinuada en el título japonés de la película, Coffee Jikou (que significa “café, tiempo, luz”) – este es únicamente un aspecto de la serena claridad de Hou.

Comentario de Hari Sama (fragmento):

Hou Hsiao-Hsien aprovecha su cercanía conceptual con Ozu y transforma el encargo por los 100 años del genial maestro en una película sin duda personal con un tono etéreo y profundo. Desde mi perspectiva, es el punto de encuentro exacto de los mundos de ambos cineastas.

La película inicia con el paso de un tren en el amanecer, una imagen recurrente en ambos cineastas, que además juega con el inicio del cine, en un café, con un tren similar y con un nombre inolvidable: Lumiére. Yoko (Yo Hitoto) y su amigo Hajime (Tadanobu Asano) aprovecharán los trenes para sumergirse en Tokio a la búsqueda de un compositor casi olvidado que sirve de metáfora a la búsqueda o reflexión de un Tokio transformado y del que tan solo queda el eco de la memoria. Pero lo importante en la propuesta de Hou Hsiao-Hsien es la elaboración sobre los espacios entre llegadas, entre los puntos de investigación de la pareja, es decir, el viaje mismo… los encuentros fugaces, las miradas de los extraños, las historias sugeridas en el silencio y el vacío. Hajime viaja en los trenes, encontrando en la grabación del sonido que producen una especie de posibilidad de contemplación profunda, de exhalación; mientras que Yoko, la protagonista, enfrenta con discretísima violencia la tradición al estar a punto de convertirse en madre precoz y soltera.


Hay un momento en la película en la que Hajime, que ha estado cuidando a Yoko mientras ella se encuentra enferma, le muestra un diseño de computadora con un entramado de trenes que forman un círculo. Dentro del círculo hay un bebé que es, en realidad, el mismo Hajime con su equipo de grabación. Yoko le dice que los ojos parecen un poco tristes… La otredad de la ciudad, una tristeza que apenas se deja ver en el aislamiento generalizado, el pánico al cambio, van sugiriéndose apenas… Como en las películas de Ozu, parecería que en la superficie pasa muy poco, pero la tensión se va construyendo sutilmente, con una suavidad que la dota de una profundidad grave… y eso es lo que para mí la vuelve tan recomendable.

Reseña de Mónica Delgado:

En Café Lumière de Hou Hsiao Hsien, Yo Hitoto (una cantante pop japonesa de éxito) encarna a Yoko, una joven periodista que está investigando la vida de un músico, razón por la cual visita cafés de las periferias de Tokio buscando datos. Su mejor amigo es Tadanobu Asano, quien hace el papel de un librero, Hajime, que está enamorado de ella en silencio. Yoko está embarazada de su novio taiwanés, pero decide ser madre soltera y contárselo a sus padres, quienes no logran conectar con ella.

Café Lumière es un homenaje a Yasujiro Ozu, y así como Yoko está a la búsqueda de los lugares que le ayuden a terminar su investigación, Hou Hsiao-Hsien está a la caza de las formas de Ozu, con sus planos fijos, poniendo a los personajes de espaldas a las cámara, usando los fuera de campo y, sobre todo, indagando dentro de la problemática relación entre padres e hijos (explícita referencia a Historias de Tokio). El taiwanés diseña su propio lugar dándole identidad a la idea de cine que quiere conservar, y que Ozu hizo de manera irrepetible.


El filme describe estados de ánimo, colocando la cámara en estos planos fijos pero para capturar ademanes, gestos sutiles, y también busca materializar a través de los movimientos de los trenes, del Tokio de paraderos y calles estrechas, las intenciones de sus protagonistas. Café Lumière es la historia  de un encuentro, de dos personas, que como los trenes que van y vienen por vías diferentes, se detienen en cada paradero por regla pero sin tener una idea de para qué. Tramos sobre cuentos sobre goblins, de  sueños que se vuelven recuerdos y de la búsqueda de la identidad en medio del devenir.

Reseña de Oscar Cuervo (fragmento):

“Yoko está embarazada. Su padre, quien según el reclamo de la madre tendría que decirle algo, conversar con Yoko, permanece callado. En la escena del silencio, ambos, padre e hija, están sentados y la cámara los toma a contraluz, la madre entra y sale de cuadro, sirviendo su comida, el padre toma sake. La cámara no se incrusta entre ellos, (como haría el montaje griffithiano) no nos expone sus caras, ni nos indica qué debemos sentir por ellos: si acaso hay un culpable, si el bien está del lado de uno de los dos. Una lectura que diga por ejemplo que el poder del padre está en decadencia, que la mujer es más libre en el Japón moderno, que eso significa un progreso o acaso una pérdida, que la gente antes era más feliz o que estaba más oprimida, que uno debe alegrarse o entristecerse por ello, cualquiera de esas posibilidades de “lectura” no está impuesta por la película. En cambio, entre la pantalla y el espectador hay un amplio espacio de indeterminación en el cual uno puede pensar o, si prefiere, simplemente aburrirse. 

El film se vertebra sobre la figura de la red de ferrocarriles que atraviesa la ciudad de Tokio. Hay un puñado de personajes que se encuentran y desencuentran en los trenes en movimiento. En lugar del clímax dramático que busca el cine convencional, el momento privilegiado del film es aquel donde dos de los personajes, ubicados en sendos trenes que se mueven en distinta dirección, se cruzan y se alejan. La cámara registra apenas ese instante de mínima distancia que el movimiento mismo en seguida cancela. Un espectador distraído puede llegar a pasar por alto ese instante, ninguna línea de diálogo alude a él, ningún conflicto dramático se resuelve con él. Sin embargo, ese cruce es el núcleo del film.”


lunes, 27 de agosto de 2012

Salir del cine


Por Roland Barthes

El que os está hablando en estos momentos tiene que reconocer una cosa: que le gusta salir de los cines. Al encontrarse en la calle iluminada y un tanto vacía (siempre va al cine por la noche, entre semana) y mientras se dirige perezosamente hacia algún café, caminando silenciosamente (no le gusta hablar, inmediatamente, del film que acaba de ver), un poco entumecido, encogido, friolero, en resumen, somnoliento: solo piensa en que tiene sueño; su cuerpo se ha convertido en algo relajado, suave, apacible: blando como un gato dormido, se nota como desarticulado, o mejor dicho (pues no puede haber otro reposo para una organización moral) irresponsable. En fin, que es evidente que sale de un estado hipnótico. Y el poder que está percibiendo, de entre todos los de la hipnosis (vieja linterna psicoanalítica que el psicoanálisis tan solo trata con condescendencia),1 es el más antiguo: el poder de curación. Piensa entonces en la música: ¿acaso no hay músicas hipnóticas? El castrado Farinelli, cuya messa di voce, «tanto por la duración como por la emisión» fue cosa increíble, adormeció durante todas las noches durante catorce años la mórbida melancolía de Felipe V de España.

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Así suele salirse del cine. Pero, ¿cómo se entra? Salvo en los casos –cada vez, cierto, más frecuentes– de una intención cultural muy precisa (película elegida, querida, buscada, objeto de una auténtica alerta precedente), se suele ir al cine a partir de un ocio, de una disponibilidad, de una vocación. Todo sucede como si, incluso antes de entrar en la sala, ya estuvieran reunidas las condiciones clásicas de la hipnosis: vacío, desocupación, desuso; no se sueña ante la película y a causa de ella; sin saberlo, se está soñando antes de ser espectador. Hay una «situación de cine», y esta situación es pre-hipnótica. Utilizando una auténtica metonimia, podemos decir que la oscuridad de la sala está prefigurada por el «ensueño crepuscular» (que, según Breuer-Freud), precede a la hipnosis, ensueño que precede a esa oscuridad y conduce al individuo, de calle en calle, de cartel en cartel, hasta que éste se sumerge finalmente en un cubo oscuro, anónimo, indiferente, en el que se producirá ese festival de los afectos que llamamos una película.

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¿Qué quiere decir la «oscuridad» del cine (nunca he podido evitar al hablar del cine, pensar más en la «sala» que en la «película»)? La oscuridad no es tan sólo la propia sustancia del ensueño (en el sentido pre-hipnoide del término); es, también, el color de un difuso erotismo; por su condensación humana, por su ausencia de mundanidad (contraria a la «apariencia» cultural de toda sala de teatro), por el aplanamiento de las posturas (muchos espectadores se deslizan en el asiento, en el cine, como si fuera una cama, con los abrigos y los pies en el asiento delantero), la sala cinematográfica (de tipo común) es un lugar de disponibilidad, y es esa disponibilidad (mayor que en el ligue), la ociosidad del cuerpo, lo que mejor define el erotismo moderno, no el de la publicidad o el strip-tease, sino el de la gran ciudad. En esta oscuridad urbana es donde se elabora la libertad del cuerpo; este trabajo invisible de los afectos posibles procede de algo que es una auténtica crisálida cinematográfica; el espectador podría hacer suya la divisa del gusano de seda: Inclusum labor illustrat; justamente porque estoy encerrado trabajo y brillo con todo mi deseo.
En esa oscuridad del cine (oscuridad anónima, poblada, numerosa: ¡qué aburrimiento, qué frustración la de las llamadas proyecciones privadas!) yace la misma fascinación de la película (sea ésta la que fuere). Evoquemos la experiencia contraria: en la televisión, aunque también se pasan películas, no hay fascinación; la oscuridad está eliminada, rechazado el anonimato; el espacio es familiar, articulado (por muebles y objetos conocidos), domesticado: el erotismo (digamos mejor la erotización del lugar, para que se comprenda lo que tiene de ligero, de inacabado) ha sido anulado: la televisión nos condena a la familia, al convertirse en el instrumento del hogar, como lo fuera antaño la lar, flanqueada por la marmita comunal.

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Dentro del cubo opaco, una luz: ¿película, pantalla? Por supuesto. Pero también (¿o sobre todo?), desapercibido y visible, el cono danzante que perfora la oscuridad a la manera de un rayo laser. Es un rayo que se acuña, según la rotación de sus partículas, en figuras cambiantes; volvemos el rostro hacia la moneda de una vibración brillante, cuyo imperioso chorro pasa rasando nuestro cráneo, roza de espaldas, de refilón, una melena, una cara. Como en las antiguas experiencia de hipnotismo, estamos fascinados por ese lugar brillante, inmóvil y danzarín, que no vemos de frente.

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Es como si un largo tallo de luz recortara un agujero de cerradura y todos estuviéramos, estupefactos, mirando por ese agujero. ¿Cómo? ¿No hay nada en ese éxtasis que proceda del sonido, la música, las palabras? Por regla general –en la producción corriente– el protocolo sonoro no es capaz de producir nada fascinante que escuchar. El sonido concebido tan sólo como refuerzo de la verosimilitud de la anécdota, no es más que un instrumento suplementario de representación; se pretende que se integre dócilmente con el objeto imitado, no se le separa de ese objeto para nada; bastaría con poca cosa, sin embargo, para independizar esta película sonora: un sonido desplazado o aumentado, una voz que tritura su «grano», cerca, en el pabellón de nuestra oreja, y la fascinación volvería; pues es algo que siempre proviene del artificio, o, mejor dicho, del artefacto –el caso del rayo danzarín del proyector– que, por encima o literalmente, se acerca a trastornar la escena mimada por la pantalla, sin desfigurar, sin embargo, su imagen (la Gestalt, el sentido).

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Tal es la exigua playa –o al menos lo es para el que os está hablando– en que tiene lugar la estupefacción fílmica, la hipnosis cinematográfica: tengo que estar dentro de la historia (lo verosímil me requiere), pero también tengo que estar en otra parte: como un fetichista escrupuloso, consciente, organizado, en resumen, difícil, exijo que el film y la situación en la que me encuentro con él me ofrezcan un imaginario ligeramente «despegado».

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¿Qué es la imagen fílmica (comprendido el sonido también)? Una trampa. Hay que darle a esta palabra su sentido analítico. Estoy encerrado con la imagen como si estuviera preso en la famosa relación dual que fundamenta lo imaginario. La imagen está ahí, delante de mí, para mí: coalescente (perfectamente fundidos su significado y su significante), analógica, global, rica; es una trampa perfecta: me precipito sobre ella como un animal sobre el extremo de un trapo que se parece a algo y que le ofrecen; y, por supuesto, esa trampa mantiene en el individuo que creo ser el desconocimiento ligado al yo y a lo imaginario. En la sala de cine, por lejos que esté, estoy aplastando mis narices contra el espejo de la pantalla, ese «otro» imaginario con el que me identifico narcisistamente (dicen que los espectadores que quieren ponerse lo más cerca posible de la pantalla son los niños y los cinéfilos); la imagen me cautiva, me captura: me quedo como pegado con cola a la representación y esta cola es el fundamento de la naturalidad (la pseudo-naturaleza) de la escena filmada (cola que ha sido preparada con todos los ingredientes de la «técnica»); lo real, por su parte, no conoce más que las distancias, lo simbólico no conoce más que máscaras; tan sólo la imagen (lo imaginario) está próxima, solo la imagen es «real» (es capaz de producir el tintineo de la verdad). ¿Acaso la imagen no tiene, por derecho propio, todos los caracteres de lo ideológico? El individuo histórico, como el espectador de cine que estoy imaginando, también se pega al discurso ideológico: experimenta su coalescencia, su seguridad analógica, su riqueza de sentido, su naturalidad, su «verdad»: es una trampa (es nuestra trampa, porque ¿quién podría escapar de él?); lo ideológico, en el fondo, sería lo imaginario de una época, el cine de una sociedad; al igual que una película que sabe encandilar, incluso tiene sus propios fotogramas: los estereotipos articulados en su discurso; ¿no es el estereotipo una imagen fija, una cita a la que se pega nuestra lengua? ¿No tenemos acaso una relación dual, narcisista y maternal, con el lugar común?

*

¿Cómo despegarse del espejo? Voy a arriesgar una respuesta que constituye un juego de palabras: «despegando» (en el sentido aeronáutico y drogadicto del término). En efecto, sigue siendo posible conseguir un arte que rompa el círculo dual, la fascinación fílmica, y diluya el pegamento, la hipnosis de lo verosímil (de lo analógico), recurriendo a la mirada (o escucha) crítica del espectador; ¿no es precisamente lo que Brecht llama el distanciamiento? Hay muchas cosas que pueden ayudar a despertar de la hipnosis (imaginaria y/o ideológica): los mismos procedimientos del arte épico, la cultura del espectador o su alerta ideológica; al contrario que en el caso de la histeria clásica, lo imaginario desaparecería desde el momento en que fuera observado. Pero existe otro modo de ir al cine (que ya no consiste en ir armado del discurso de la contra-ideología); es ir al cine dejándose fascinar dos veces, por la imagen y por el entorno de ésta, como si se tuvieran dos cuerpos a la vez: un cuerpo narcisista que mira, perdido en el cercano espejo, y un cuerpo perverso, dispuesto a fetichizar ya no la imagen, sino precisamente lo que se sale de ella: el «grano» del sonido, la sala, la oscuridad, la masa oscura de los otros cuerpos, los rayos de luz, la entrada, la salida; en resumen, para distanciarme, para «despegar», complico una «relación» usando una «situación». A fin de cuentas, eso es lo que me fascina: lo que utilizo para guardar la distancia en relación a la imagen: estoy hipnotizado por una distancia; y esta distancia no es crítica (intelectual); es, por así decirlo, una distancia amorosa: ¿Habría quizás, incluso en el cine (tomo la palabra en su aspecto etimológico), la posibilidad de gozar de la discreción?


1. Véase Ornicar?, n.° 1, p. 11.

1975, Communications.

De Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Barcelona, Paidós, 1986.


viernes, 24 de agosto de 2012

Imagen-afección #433



Shirin, Abbas Kiarostami, Irán, 2008 (92 min.) + Plaisir d’amour en Iran, Agnès Varda, Francia, 1976 (6 min.) + Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe, Agnès Varda, Francia, 1975 (8 min.)

Sinopsis

Ciento diez mujeres en una sala de cine. Las vemos absortas, mirando una pantalla en la que se proyecta una película que no alcanzamos a ver. Son las emociones que traslucen sus caras de niña, de mujer, de anciana, las que nos acercan a la historia de Shirin, basada en el apasionado romance contado por Nezami, poeta persa del siglo XII.

Abbas Kiarostami consigue una ficción meta-narrativa en la que las mujeres que conforman el público terminan por identificarse con lo que acontece, dejando de ser simples espectadoras para convertirse en sujeto y objeto de la creación fílmica.

***

Comentada como la película más experimental de este director, Shirin es un film que se erige como un verdadero tributo. Un tributo al cine, al espectador, al arte como liberación y sobre todo a la mujer iraní.

En Shirin no veremos más que los primeros planos de unas ciento de mujeres de distintas edades reunidas en una sala de cine mirando una historia basada en un poema medieval, historia de origen persa que forma parte de la épica-histórica de los poemas de Shahnameh, basados a su vez en una historia real donde la protagonista, Shirin, es una princesa armenia cuyo amor por el Príncipe de Persia es un continuo camino a la aventura y al dolor. La historia principal -¿principal?- la armamos nosotros a través de las voces que nos llegan, la música, la iluminación reflejada en los rostros de los espectadores y los sonidos de los elementos que intuímos entran en escena. Y por supuesto, los gestos -pocos, sobrios- de las mujeres. Ellas, entre las que veremos fugazmente a la genial Julliete Binoche, son las verdaderas protagonistas. Ellas representan todas las actitudes posibles que uno puede esperar en una sala de cine por parte del espectador, ellas nos expresarán qué tanto les llega la historia.

El cine entonces se convierte en un refugio. Vemos a estas mujeres con su velo en la cabeza contorneadas por un fondo oscuro […] que ven en la vida de Shirin a la heroína que podría yacer en cada una de ellas.
La Cinerata

90 minutos mirando cómo se mira una película, o cómo el cine se introyecta en el cuerpo del espectador. Parece un ejercicio, largo para muchos, pero Shirin, título que remite al personaje femenino de una obra tradicional persa del siglo XII, una meditación trágica sobre el amor, es un verdadero tour de force, principalmente sonoro. Más de un centenar de actrices, algunas muy famosas, pasan, “posan” y miran una película, en una improvisada sala de cine (en la casa de Kiarostami). Desde ya, no están viendo lo que se escucha, pero reaccionan como si así fuera. El diseño de sonido lo es todo. Lo que se escucha es la puesta sonora de la obra; lo que se ve no es otra cosa que cómo ven los que pueden ver. Kiarostami parece interesado en dos emociones excluyentes: el impacto de lo violento y el sufrimiento concomitante, y los instantes de reparo y precaria felicidad. Escuchar un sable penetrando un cuerpo y ver cómo reaccionan mujeres frecuentemente bellísimas y de diversas edades es una experiencia memorable. Y no son todas mujeres, pues en la platea también hay hombres sentados, aunque éstos –siempre en el fondo del plano, jamás en el frente– nunca lloran. Como se sabe, Juliette Binoche participa en el film; se la ve tres veces: dos llorando, y en otra ocasión simplemente mirando. Pero para los seguidores de Kiarostami hay un bonus track fundamental: sentado entre el público femenino se puede ver en dos oportunidades al Sr. Badii, el enigmático personaje de El sabor de la cereza. El cine todavía hace milagros: Badii vuelve a la vida, y, con él, nosotros podemos saborear mucho más que cerezas.
(Roger Koza)

 “En un principio pensaba que las luces en el cine se apagaban para que pudiésemos ver mejor las imágenes en pantalla. Luego miré al público sentado cómodamente en su butaca y vi que existía una razón mucho más importante: la oscuridad ayuda al espectador a aislarse y a estar solo. Están con otros pero al mismo tiempo alejados de ellos. Cuando mostramos un mundo cinematográfico a la audiencia cada uno de ellos aprende un universo personal a través de la experiencia de la riqueza de su propia experiencia”.
Abbas Kiarostami

 “Siempre me ha fascinado el público, incluso en un partido de fútbol. Sin ellos no hay espectáculo. Entran al cine juntos, pero ven la película por separado y cada uno de ellos tiene una visión diferente en su cabeza”.
Abbas Kiarostami

 “La única manera de imaginarse un nuevo cine es tener más en cuenta al espectador... Es necesario concebir una película incompleta de tal modo que el público pueda intervenir y llenar los vacíos, los espacios en blanco... La solución se encuentra precisamente en estimular al espectador para que su presencia sea activa y constructiva”.
Abbas Kiarostami en conversación con Jean-Luc Nancy en 2001.

Cosroes y Shirin, o Shirin y Farhad (según la versión) es una de las leyendas persas más conocidas, contada por diversos poetas a lo largo de los siglos. Los tres personajes principales (el rey Cosroes, la princesa Shirin y el arquitecto Farhad) conforman un triángulo amoroso de alto voltaje, y sus episodios de seducción y traición forman parte del Shâhnameh, el poema nacional iraní. La adaptación de Kiarostami tiene el sello de su búsqueda formal de años recientes: el director de Ten filma una puesta teatral de la historia, pero la cámara no está apuntando al escenario sino 180 grados al sur, hacia el público. Para reconstruir la trama, deberemos guiarnos por el audio del escenario y los rostros de las 114 espectadoras desperdigadas por los asientos del teatro. La cámara se detiene en sus expresiones (por ahí se ve a Juliette Binoche) y a través de ellas recibimos, como en la alegoría de la caverna, una deformación más de una leyenda que se ha venido repitiendo (es decir, tergiversando) desde hace un milenio.
Del catálogo del Bafici

Saber mirar es saber amar
Por Jesús Miguel Sáez González

Se dice que la asistencia de los espectadores a una sala cinematográfica es un acto de comunión. Sin embargo, debemos pensar que una vez que las luces de la sala se apagan, cada espectador se encuentra solo, queda aislado, concentrado, distanciado de los otros, justo en silencio (aunque si es verdad que en ocasiones podemos percibir los contornos de los otros espectadores a nuestro alrededor), y por tanto cuando se muestra la representación, que es la película, a esta audiencia, cada uno aprende un universo personal a través de la experiencia de la riqueza de su propia experiencia (estas últimas palabras escritas en negrita, son parte de algunas declaraciones efectuadas por el propio Kiarostami, en referencia a la cinta que nos ocupa). Por tanto considera el realizador iraní al público no como un simple voyeur pasivo, sino todo lo contrario, activo, pues un film debe concebirse incompleto, de tal manera que el público pueda intervenir, rellenar los espacios vacíos, construir, intervenir, ser partícipe en una sola palabra, pero para ello debe ser estimulado. Así se concibe Shirin, un experimento cinematográfico que rinde tributo, no solo al cine, sino al espectador – en este caso a la mujer–, planteando el arte como liberación.

Como espectadores solo veremos en Shirin a ciento diez rostros (primeros planos fijos y sostenidos de ciento diez mujeres absortas), mirando, más que eso, contemplando una pantalla en la que se está proyectando una película, que no alcanzamos a ver; si a escuchar –una narración ausente pero insistentemente presente, no solo en nuestros oídos, sino a través del reflejo del público espectador–, y son las emociones de estas que se traslucen (atentos siempre a los mínimos gestos de las actrices como a los matices de luz que se han de reflejar en los rostros[…] de su perfecta combinación y adecuación deriva la emoción que son capaces de trasmitir las miradas, en cuyo reflejo nosotros los espectadores de la cinta nos vemos implicados –más allá de una simple narración oral–, dejando de ser simples voyeurs, siendo constructores de la propia historia, multiplicando la experiencia y para ello se concentra la narración en off en el plano sonoro[…]) y las que nos acercan a la historia, un romance persa de Nizami escrito en el siglo XII, que conforma parte de un corpus épico titulado Shahnameh.


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Abbas Kiarostami: entrevista

El último trabajo del director iraní, una austera procesión de rostros de mujeres reaccionando a una obra de cine, dividió a las críticas. Pero aquí Kiarostami revela que sus actrices tenían en su mente otra cosa que una película, y cómo Juliette Binoche se involucró.

Considerado por muchos como uno de los más importantes cineastas del mundo, Abbas Kiarostami, durante cuarenta años, entregó películas no sólo en sintonía con una gran cantidad de dilemas morales e intelectuales humanos, sino que también hacen preguntas difíciles acerca de la capacidad del cine para decir la verdad y el rol del director.

El último trabajo del director iraní, Shirin, se construye a partir del minimalismo poético de Five (2003). Es un trabajo conceptual que nos invita a experimentar los altos y bajos emocionales de una pieza de ficción narrativa –en este caso, una versión para las salas de cine de un poema persa del siglo XII llamado Shirin– a través de los rostros de 114 (o alrededor) actrices iraníes y Juliette Binoche, todas las cuales él filma en largos y fijos primeros planos. Desde su estreno en Venecia el año pasado, Shirin dividió las críticas: algunos la ven como una valiosa reflexión sobre la ilusión cinemática; otros la desestiman como un garabato intelectual demasiado largo.

Entrevista

¿Cómo se te ocurrió la idea para Shirin?

La idea surgió cuando estaba mirando una película. Sucede que en el cine, suelo tener un ojo vuelto hacia la pantalla y el otro hacia la persona de al lado. Hago eso también cuando estoy con amigos mirando fútbol en televisión –con una diferencia: en ese caso, ambos ojos se vuelven hacia los espectadores (¡confieso mi falta de interés en el fútbol!). Me entrego a la curiosidad, pero esa curiosidad deriva de la importancia del público en sí mismo. ¿No ocurre desde el principio al final del proceso de filmación, que uno es ya un espectador de su propia película? Por eso finalmente respondí a mi vocación e hice una película acerca de la mirada de los espectadores.

¿Por qué concentraste tu cámara sólo en las mujeres del público?

La historia de Shirin es uno de los primeros triángulos amorosos escritos en la antigua literatura iraní, y el narrador es una mujer que habla a otras mujeres. Así que pensé que el círculo estaría incompleto si la gente que miraba la historia no eran también mujeres. Por supuesto, pueden verse hombres, pero sólo en el fondo –exactamente donde están en la historia misma.

¿Filmaste la película en un cine?

En realidad, los actores fueron filmados sentados en una habitación de mi casa; ¡no estaban allí todos juntos al mismo momento! Incluso, no estaban mirando una película ni siquiera escuchando la banda sonora. De hecho, estaban simplemente mirando una hoja de papel  en la que había dibujado a una mujer y a un hombre, y les pedí que piensen acerca de sus propias historias de amor privadas. Después de la filmación, simplemente hicimos la banda sonora desde cero; después trabajamos en el sonido y la imagen juntos, usando el sonido como la base para montar las secuencias que habíamos filmado. El montaje duró cuatro meses; en efecto, la compilación de la banda de sonido duró lo mismo que duraría hacer la banda de sonido de una película normal.

¿Por qué elegiste esta vez actores profesionales? No lo haces usualmente.

Era una deuda ética que sentía a las actrices iraníes profesionales, dado que nunca las había puesto ante cámara antes. ¡Era una deuda conmigo mismo, también! Me negué a mí mismo dos importantes y atractivos aspectos del cine: no solo la belleza, sino también la complejidad que uno puede encontrar en las mujeres. De hecho, aún no sé si esas actrices estaban actuando  o si obtuvimos una genuina reacción de ellas.

¿Cómo resultó Juliette Binoche asignada como una de las aficionadas al cine?

En un momento de la filmación, ocurrió que ella estaba como invitada mía en Tehran, así que visitó el set –sin dificultades, ¡dado que se trataba simplemente de una habitación en mi casa! En un gesto de generosidad sorprendente ella propuso interpretar a una de las mujeres en la película; incluso a pesar de estar cansada de su vuelo la noche anterior, simplemente se sentó ahí sin maquillaje, y eso fue todo. Le dije que no le podía pagar pero le prometí no explotar su nombre con propósitos publicitarios. Pero entonces, de nuevo con gran generosidad, ella participó felizmente en una sesión de fotos con las actrices iraníes como souvenir.

Intro: David Jenkins Entrevista: Geoff Andrew. Extraída de www.timeout.com/film

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Shirin descrita por Kiarostami.

Puede ser una experiencia extraña sentarse en una oscura sala de cine,  mirar la pantalla y ver a los miembros de un público viendo una película. Personalmente, creo que la experiencia de mirar una película en la que el sonido de la historia que escuchamos es diferente de las imágenes que vemos puede ser más interesante.

Shirin es la última película del autor iraní Abbas Kiarostami. Muestra simples primeros planos de los rostros de 113 actrices que están viendo una película.

Después de ver la película y de hablar con el Sr. Kiarostami, descubrí  que las mujeres, cuyos rostros aparecían en encuadres perpendiculares en la película no estaban en lo absoluto mirando un film; unos pocos espacios fijos fueron instalados encima de la cámara y ellas estaban actuando con la técnica de improvisación especial de Kiarostami.

Lo que hace esta experiencia doblemente interesante es descubrir que la historia se decidió una vez que la filmación había terminado. Es la historia de amor de Khosro, Shirin y Farhad, una obra maestra del gran poeta iraní Nezami Ganjavi. El trabajo destaca un montaje efectivo y una atención a los detalles que, como siempre, vuelve a las películas de Kiarostami simples, diferentes y absorbentes.

Abbas Kiarostami característicamente confiere una significación especial al público. En su último trabajo, Shirin, llega a sugerir explícitamente que la pantalla grande no existiría en ausencia de un público.

Shirin es la historia de la empatía del público –el público que mira la empatía de otro público.

Entrevista

Offscreen. ¿Cómo se te ocurrió hacer una película así?

Abbas Kiarostami. Fue la respuesta a una vieja tentación, una muy vieja que data de los días cuando me volví director. Todo se trataba de mirar al público. Creo que tiene su raíz en el hecho de que en ausencia de un público, ninguna producción puede ser llamada una producción propiamente. No es que quiera hacerle un favor especial al público. No busco elevar la estatura del público a expensas de la producción. Lo que digo es que en el momento en que un público es afectado por una película, la creación es ese momento especial, no el film en sí mismo. No existe tal cosa como una película antes de que el proyector se encienda y después de que las luces del cine se apaguen. Una película compuesta por muchos fotogramas que se coloca en una caja, u obras por un sistema digital, etc, no se parece en nada a una pintura o una estatua que nos llevan a pensar en ella como una masa o una identidad. Creo que la identidad de la pantalla grande depende del público, del momento en que encuentra su público. De modo que una producción toma su forma en el momento en que vemos un público. En otras palabras, en una cierta juntura el público y la película se vuelven uno.

Creo que en este trabajo aparecen dos películas. Quiero decir, no miramos la producción en abstracto; más bien, miramos su impacto en un público. Este es un fenómeno muy viejo evidente en algunas otras películas que he dirigido. Por ejemplo, en A través de los olivos el momento en que hay una discusión entre la Sra. Shiva y Hussein con el trabajador de la construcción que dejó caer  los ladrillos, vemos el embotellamiento sin verlo realmente. Quiero decir que en sus caras vemos la atmósfera total sin ver la congestión propiamente dicha. Es el caso en varias recientes producciones mías. Vemos la película a través del impacto que tiene en la gente que está viendo el film.

Tuve un sentimiento radical y quise ver al público en privado. Para mí ver gente es más interesante que cualquier otra cosa. Es un sentimiento muy viejo. No tiene nada que ver con dirigir. Es una mirada profunda y audaz; similar a la de los niños en la cuna, bastante simple. Hay momentos en esta película que son como un regalo para mí. Es una bendición poder mirar a alguien tan de cerca como para detectar los sentimientos en sus rostros.

O. ¿Cuál es el lugar de Shirin en la lista de tus trabajos, particularmente en la medida en que tus producciones se están volviendo más minimalistas?

AK. Cualquier producción es un seguimiento de trabajos previos… pero no quise hacerlo minimalista porque  no es mi responsabilidad resumir una producción tanto.

O. Pero eso es lo que está ocurriendo. Una vez citaste a un crítico diciendo que Shirin es la película más radical de Kiarostami en llevar todo fuera de campo.

AK. Es así porque amo la simplicidad. Por ejemplo, en los libros en los que estoy trabajando ahora, por ejemplo en los Diwa-e Shams de Rumi, opto por poemas más cercanos a las conversaciones diarias y el simple lenguaje moderno. No elegiría poemas con palabras muy complicadas. A pesar de que algunos de ellos son geniales por su ritmo, y su letra.

O. Ahora que la película terminó, ¿cómo la encontraste cuando la viste?

AK. Realmente me gusta mucho esta película, por una serie de razones.

Primero, la cámara está fija. Segundo es un primer plano en un sentido especial del término. Por otro lado, me gustan los planos largos. Uno puede ver la mentalidad de los individuos en los primeros planos.

O. ¿Por qué optaste por un elenco enteramente femenino?

AK. Porque las mujeres son más bellas, complicadas y sensacionales. Una combinación de estas tres cualidades las vuelve perfectas candidatas para las películas y para ser observadas. Para desarrollar una percepción de semejante complejidad no hay otra forma que observar, que es el primer paso en el camino de la investigación. Además, las mujeres son más pasionales. Enamorarse es parte de su definición.

O. Contanos acerca de la película y el guión.

AK. La historia no era importante para mí. Quiero decir, no había puesto mis esperanzas en la historia. Simplemente pensé que estaban mirando un melodrama. Pero no tenía del todo claro cuál. Durante el transcurso de la producción me encontré con cosas que encontré agradables. Nezami –que vivió hace casi ocho siglos- no sólo fue capaz de hacer drama. Cuando se trataba de  características dramáticas, sus obras son consideradas tan buenas como las de Shakespeare, per también, él tenía un entendimiento perfecto de la mujer. La imagen que él creó de la mujer era muy positiva; retrató a la mujer como un ser capaz y auto-suficiente. Semejantes personalidades raramente son vistas incluso hoy en día.

Pese a que Shirin mantiene todo lo femenino, los intrincados rasgos de la mujer, se demuestra  bastante fuerte. Nezami creó un gran cuadro de un triángulo amoroso para nosotros. Un triángulo, del cual un lado muestra a un rey y el otro a un arquitecto y matemático, un fabricante de estatuas, una persona físicamente hábil capaz de transmitir confianza a las mujeres. Creo que ambos eran ideales para las mujeres. La historia gira alrededor de un triángulo amoroso con problemas particulares.

O. ¿Qué reacciones creés que suscitará tu película?

AK. No puedo imaginarlo. “No me importa para nada” es todo un cliché en estos días porque muchos directores comienzan a usar esa expresión después de una muy breve experiencia como cineastas. El hecho de que nunca pronuncié esa sentencia con los años me hace sentir cómodo decirla ahora. No estoy diciendo que no me importa si les gusta la película o no. Lo que estoy diciendo es que su disgusto por la película no va a afectar mis sentimientos sobre ella. Creo que ya he contestado esta pregunta sin contestarla, al mirar la película varias veces;  cada vez que alguien vio la película, yo también la vi. Esto sucede a pesar del hecho de que nunca he visto mis propias películas, ni una sola vez. En realidad, Primer plano es una excepción. La vi tres o cuatro veces.

La película tiene mucho para explorar. Esa es la razón por la que cuando la miro otra vez encuentro algo nuevo que me invita a verla de otra vez.

O. ¿Estás de acuerdo en que la película está adelantada a su época o es muy diferente?

AK. Sí, creo que es muy diferente, particularmente ahora, una época en la que algo se muestra una y otra y otra vez; no mostrar es una suerte de objeción, una objeción a esa cantidad de mostrar. Las películas pornográficas no son las únicas representaciones del porno. Cuando una cirugía a corazón abierto está en tu pantalla, es pornografía. Ver cosas que no se supone deben ser vistas equivale a la experiencia de la pornografía.

Tal vez es un medio para objetar, una reacción a las películas que muestran todo. Alguien que vio la película me dijo, y cito, cuando estaba viendo la película, sólo quería ver las cosas que ellos estaban viendo. Me pregunté a mí mismo, ¿quiero ver lo que están viendo? La respuesta es de ninguna manera, de ninguna manera. He visto esas escenas una y otra vez: caballos que aparecen en la pantalla y relinchan; escenarios que han sido construidos con evidencia no tan sólida para retratar la vida 7.000 años atrás. Estos decorados revelan constantemente su naturaleza hueca. Creo que es nueva e innovadora. Muestra cosas que nunca tuve la oportunidad de ver desde una distancia muy cercana. Cada vez que me pierdo esos momentos, puedo mirar una reconstrucción en una serie de televisión.

Lo que estoy viendo en realidad son dos películas con un ticket. Porque tenemos que pensar acerca del impacto de algo diferente a la cosa misma.

O. Cuando escuchamos una historia, naturalmente creamos una imagen en nuestra imaginación. Pero aquí hay imágenes para mirar. ¿Qué pensás acerca del hecho de que en Shirin no vemos imágenes relacionadas con la historia que escuchamos?

AK. ¿Estás diciendo que limité tu imaginación…?

O. Estamos acostumbrados a imaginar lo que escuchamos, por ejemplo, una historia en la radio.

AK. ¿Querés decir que cuando miro el rostro de alguien, no soy tan libre como cuando escucho la radio para dar rienda suelta a mi imaginación?

O. Exacto, y esto no es a lo que está acostumbrado un hombre bajo circunstancias normales.

AK. No. Esto no es la radio. A pesar de que sos libre de imaginar lo que quieras, tenés que ver lo que te estoy mostrando. De hecho, es una combinación de ambos, libertad y restricción. Te sugiero mirar otro mundo que es más atractivo que el de la historia. Yo creo que si te atrevés a dejar de lado la historia, te vas a encontrar con algo nuevo que es el cine en sí mismo. De hecho, te sugiero dejar a un lado la historia, y sólo mantener los ojos en la pantalla.

Por Khatereh Khodaei. Extraída de: http://www.offscreen.com