jueves, 20 de septiembre de 2012

Paisajes alucinatorios


The wild blue yonder, Werner Herzog, Inglaterra/Francia/Alemania, 2005 (81 min.) + La Soufrière, Werner Herzog, Alemania, 1977 (3o min.)

Sinopsis

Falso documental con aires de mito cosmogónico en el que un extraterrestre relata la pasada y épica migración estelar sin escalas entre Andrómeda y la Tierra. El aluvión migratorio pasó desapercibido, en gran medida por la propia torpeza de los recién llegados. El metraje documental que ilustra el relato está compuesto por un lado de imágenes submarinas bajo las capas de hielo de la Antártida que representan el planeta acuoso del que proviene la especie alienígena, y por el otro, tomas en una cápsula espacial originadas en la NASA, que muestran la ingravidez del apresurado viaje -ahora por parte de los terráqueos- en búsqueda de un nuevo hogar planetario ante la posibilidad de una catástrofe sanitaria derivada del incidente de Roswell. Para ilustrar diferentes aspectos puntuales se intercalan también imágenes de archivo, o entrevistas a matemáticos que dan supuestamente cuenta de la factibilidad del viaje espacial recurriendo a diagramas y modelos de la teoría de cuerdas. Todo parece poder ser integrado en el relato de este extraterrestre que terminó trabajando para la CIA, y no pudo evitar que la curiosidad del hombre amenazara con sacar de Roswell las peores consecuencias. El resultado paradójico es que este discurso demencial y heterogéneo se vuelve visionario y alumbra imágenes de una Tierra virgen, incontaminada por la mano del hombre, en un final tan inolvidable como el de Kaspar Hauser.

***

¿El cine y ya no se podía ser original? El viejo Werner Herzog, con su infinita locura a cuestas, rompe todos los esquemas y resignífica y embellece una buena cantidad de found-footage (películas encontradas y utilizadas en otro film) gracias al relato alucinado de Brad Dourif, con colita en el pelo y mirada extraviada, Dourif se confiesa extraterrestre y cuenta el gran fracaso de la colonización alienígena en la Tierra, mostrando un pueblo desierto de Estados Unidos mientras afirma: "We aliens suck". Las imágenes son tan variadas como pueden serlo los registros de los primeros intentos de vuelo, la filmación de una estación de la NASA con gravedad cero mostrando a los astronautas haciendo su vida cotidiana flotando, y un azulado y espectacular documental de fotografía submarina en el Ártico bajo una gruesa capa de hielo. Para Dourif esas imágenes cuentan el viaje de los humanos hacia Andrómeda (su galaxia de origen, quizá sea verdad) y muestran finalmente su planeta líquido natal rodeado de una atmósfera de helio. Hay también científicos con aspecto nerd que hablan totalmente en serio sobre teorías físicas incomprensibles para el espectador no especializado, esdecir, todos. Y envolviendo todo como una sábana de seda suena una música increíble: una inquietante e hipnótica cruza de melodía étnica inclasificable con cántico religioso, obra del chelista de jazz Ernst Reijseger con el acompañamiento de la extraña voz del senegalés Mala Sylla. Así contado, parece más bien una broma de Herzog. Visto y experimentado en una sala de cine, resulta una experiencia enorme, extraña, regocijante y graciosa. Es, también, una película bien herzoguiana, con esa contemplación de la naturaleza entre admirada y aterradora, ayer en los bosques de la Amazonia y aquí, en esta película, llevado a los más extremos confines del Universo, a esa wild blue yonder ("salvaje y azul lejanía") del título.
Gustavo Noriega

Comentario de Oscar Cuervo (fragmento):

The wild blue yonder (La salvaje y azul lejanía), una obra de 2005 que contiene un destilado de los procedimientos más específicamente herzoguianos. […] gran parte de las imágenes del film son registros documentales, pero la construcción narrativa que lo organiza es enteramente ficticia; más aún: es un delirio desatado. Según la descripción del propio Herzog: 


"Unos astronautas perdidos en el espacio, el secreto de Rosswell revisitado y un extraterrestre, Brad Dourif, que nos habla de su planeta natal, cuya atmósfera está compuesta de helio líquido y cuyo cielo está congelado…, todo esto forma parte de mi fábula de ciencia ficción”.

Herzog se vale de registros documentales de exploraciones submarinas, mientras que su protagonista, desde el relato, re-nomina esas imágenes: lo que vemos, nos dice, es el cielo congelado de su lejano mundo de origen. La fulgurante extrañeza de lo que vemos no responde a ninguna planificación, se trata de la vida submarina de nuestro planeta, de una región de la Tierra a la que el cine no llegó hasta ahora. Las medusas herzoguianas se mueven con una gracilidad que ninguna proeza digital podría lograr y desde la banda sonora la música asombrosa de Ernst Reijseger hace hablar a estas criaturas "extraterrestres" (en realidad submarinas) en lenguas. La operación poética es evidente, y lejos de imponer una impresión de realidad a fuerza de tecnologías bélicas, todo lo que hace Herzog es poner en marcha el más honesto ilusionismo que ya estaba presente en los orígenes del cine.

[…] Lo que resulta singular en su obra es su fidelidad a una obsesión: usar el cine como un órgano de visión que extiende la potencia de la mirada humana hasta el límite de lo posible; por esto creo que corresponde muy bien llamarlo un cine visionario. Nada de lo que Herzog nos hace ver es un "invento" suyo […], todo ello existe en nuestro planeta y en esto parece ser el realista más radical, contra todas las apariencias de "delirio" con que se suele asociar a su obra. Sólo que desde hace años Herzog viene viajando por el mundo en busca de esas imágenes "vírginales" que invoca en una conversación ya célebre que mantiene con Wenders en una escena de Tokio-Ga. La lucha de Herzog, reconocible desde Fata Morgana hasta The wild blue yonder, no consiste de ningún modo en viajar en busca de imágenes extravagantes […], sino en reactualizar cada vez la mirada atónita de la primera proyección de la llegada del tren a la estación. Ver no para reconocer, sino para des-conocer. Lo extraño, nos invita a pensar, no es ningún mundo imaginario, sino este mundo nuestro. No hace falta desarrollar onerosas técnicas, hay que salir a la busca de las imágenes. Y algo más todavía: hay que usar la cámara para descubrir lo alucinante en lo real. […] Herzog sale al mundo con su cámara: su cine no es posible sin la presencia corporal de la cámara como una extensión del cuerpo del cineasta. Un film como Fitzcarraldo no se concibe sino como una aventura de rodaje, tan insensata como la historia que cuenta: construir una ópera en medio del Amazonas, transportar un enorme barco a través de la selva. Se trata, claro, de una ficción en la que un extraviado quiere hacer una representación artística en medio del espacio más salvaje, pero a la vez el film es un documental de su propio extravío.

[El texto completo, que contrapone el realismo alucinatorio de este y otros films de Herzog al irrealismo digital de Avatar de James Cameron, se puede leer acá.]

Un animal llamado Herzog (fragmento):
Por Roger Alan Koza

Lo cierto es que el Herzog del siglo XXI prosigue con sus obsesiones pretéritas. […] es en el documental en forma de ensayo en donde puede constatarse la evolución de sus primeras obsesiones en un nuevo contexto histórico y clima cultural global. El tiempo lo ha convertido en un realizador curiosamente cercano a la poética de Darwin, cuyo mérito indiscutible es proponer una imagen de nuestra especie como una especie entre especies, no siendo los hombres el punto culminante de la evolución, sino una de sus derivas más complejas. Y eso implica una evaluación sobre cómo esta especie ha habitado sobre los paisajes de la tierra.

En este sentido, La salvaje lejanía azul, pertinentemente comparado con Odisea en el espacio 2001, de Kubrick, es fundamental. Utilizando material filmado por la NASA en una de sus tantas exploraciones espaciales y en conjunto con otro material registrado en las profundidades de la Antártida, Herzog propone una fantasía de ciencia ficción que como dijera alguna vez “tiene la habilidad de articular imágenes que se asientan profundamente en nosotros, y que él las puede hacer visibles”.

Una tesis: un planeta devastado, una civilización a la deriva. Más allá del discurso cosmológico y político del extraterrestre interpretado por Brad Dourif que mira y nos habla, más importante es el lugar desde el que enuncia sus inverosímiles aunque poéticas hipótesis. La tierra es un baldío. La salvaje lejanía azul es un relato instructivo sobre el devenir destructivo de una especie, aunque su espíritu es incompatible con toda tendencia apocalíptica.

El film de Herzog apuesta por el asombro; el universo es infinito, y es esta proposición el principal argumento contra todo pesimismo metafísico. Sin dudas, se trata de una fantasía de ciencia ficción, pero es también una prueba epistemológica sobre cómo interpretar cualquier registro audiovisual: ¿son reales esas imágenes de la tierra desde el espacio? ¿Los astronautas son actores o científicos? ¿Están en Andrómeda o en un pasaje desconocido de la tierra? Los científicos son cosmólogos pero también son cómicos, y Herzog contextualiza sus teorías como ficciones verdaderas y/o conjeturas refutables. Desde ya que no hubo ninguna invasión extraterrestre, pero la perspectiva cosmológica de Herzog, de no ser alienígena, excede el arraigo de nuestra especie al perímetro imaginario de la biosfera.

Lo que resulta increíble es la concepción de algunos científicos que participan en el film. Uno de ellos sugiere que, en la actualidad, si pudiéramos conquistar el espacio y construir una nueva civilización esta se asemejaría a un shopping estelar. Un paradigma perfecto de colonización espacial. Y advierte también que en otro tiempo hubiéramos fantaseado con un bosque amazónico. Uno de los astronautas, casi al cierre del film pronostica que la tierra habrá de convertirse en un Parque Nacional de la Humanidad. Se trabajará en algún asteroide, y luego se juntará el dinero para pasar unas vacaciones en la Tierra. El inconsciente está expuesto: el propio Capitalismo se ha convertido en un modelo evolutivo, un telos de la especie que trastoca la abundancia de la tierra en baldío. Pero Herzog cierra el film con unas panorámicas contundentes de la pristina belleza de la Tierra. En su fantasía, la Tierra, el paisaje no necesariamente nos precisa.

[Para leer el texto completo, click acá.]

Comentario de Tomás Abraham:

[The wild blue yonder] es aparentemente de ciencia ficción: Science fiction fantasy, dice el encabezamiento. Según la definición de Aristóteles “fantasía” es el ejercicio ilimitado de la imaginación, mientras en las artes discursivas de saber y opinión, nuestras aseveraciones tienen un límite objetivo. Por obra y tradición, Herzog no es aristotélico.

El documental y la ficción convergen en un aspecto que es la seriedad. Herzog es serio como lo es la prolongación de nuestra actualidad hacia virtualidades imaginarias. Herzog no deja de tener un pie en la tierra, uno solo, el otro está más allá.

La voz en off, mejor aún cuando es la suya en un inglés alemanizado, le da identidad a varias de sus creaciones que a la vez las hace reportajes. Y además, son interpelaciones, nos llama, nos subyuga con su reflexión visual, y se cuestiona a sí mismo.


El tema de otro mundo posible y real nos lleva a un futuro lejano pero reconocible. Los astronautas que disuelven sus partículas y se recomponen en un cuerpo a lo largo de quince años de viaje convertidos por el trasvasamiento de dimensiones en más de ochocientos en la Tierra, es un dato. Pero el dato se hace visión gracias a una cámara que flota en el vacío dentro de la cápsula, dejándose llevar por la misma falta de gravedad que sus tripulantes. Ellos son como nosotros, vulgares.

Los hombres abandonarán paulatinamente la Tierra. Es una decisión que se tomará con el tiempo. La ciencia encontrará el modo en que, por túneles y toboganes estelares, se acceda a lejanías antes imposibles de alcanzar. Las entrevistas a científicos de la Nasa, sus deducciones imperturbables frente a un pizarrón, esas fórmulas mínimas que dan vuelta un universo y muestran sus invisibles pliegues, son la prueba cinematográfica de que un futuro más allá de lo hasta ahora pensado es posible.

Todo gracias a las matemáticas de la transportación caótica.


Hay un hombre en la Tierra que viene de otra galaxia. Es un actor conocido: Brad Dourif, natural de un planeta exterior a Andrómeda. Está desesperado. Extraña su mundo y rememora a sus semejantes que se suicidan. Nos habla de la frustración de la misión, y del fracaso de la empresa que estamos presenciando. Nos trae una presencia de intensidad shakespeariana.

La voz de Herzog nos cuenta que los humanos viven en islas siderales. La Tierra se ha convertido en un country de fin de semana. Han decidido que el planeta azul –¿acaso no se conoce nuestra casa con este nombre?– sea preservado como un parque nacional. Se lo visitará ocasionalmente para esparcimiento. Mientras tanto la vida normal se hará en asteroides. Discuten qué tipo de arquitectura, qué propuesta de espacio ambiental, es el más adecuado para los hombres que vivirán toda su vida en las bases interestelares. Qué es lo más funcional para una vida llevadera. Los que argumentan a favor de una selva, una especie de hábitat natural, no consiguen convencer a los otros. Es incómodo vivir entre lianas, lagunas y pajarracos. Se vuelve monótono. El hombre primitivo no puede ser el modelo de la vida futura, la evolución existe y no se pueden recrear ecosistemas de un modo tan arbitrario.


El mejor modelo para que la vida extraterrestre sea llevadera es el shopping center espacial. Los hombres podrán salir a pasear, distraerse, comprar productos siempre nuevos, hacer uso de lugares de entretenimiento, y relajarse de la rutina.

Sin embargo, la empresa fracasará, no sabemos por qué. Aquel actor angustiado está lleno de ira en medio de un desierto en el que se ve un centro comercial polvoriento abandonado. Patea el suelo con furia ante la vanidad del proyecto y el cúmulo de mercadería almacenada sin ningún comprador.

Ese otro planeta del que proviene el extraño señor sulfurado, una masa líquida congelada, es penetrada por la nave espacial. Los astronautas salen para inspeccionar y lo hacen con traje de buzo porque el medio así lo exige. Pequeñas partículas de hielo flotante llenan aquella infinita pecera. Están buscando un lugar para los humanos. Distribuyen en sus mentes los posibles lugares habitables y los registran para comunicarlos a su regreso a la Tierra.

Pero por increíbles desfasajes temporales, han pasado más de ocho siglos desde la partida, y el planeta se ha convertido en un inmenso desierto mudo y rocalloso. Sin habitantes, sin vida, sin ciudades. Aterriza la nave en una inmensa meseta en medio de nubes negras.


Los tripulantes han envejecido quince años, su aspecto es el que tienen los vecinos de una pequeña ciudad del Middle West, blancos, algo gruesos por la poca movilidad en la cápsula, y con los dientes algo dañados por la escasa masticación de una dieta blanda.

Hemos viajado por espacios inmensos con colores fuertes, por supuesto el azul, pero también el negro de los fondos sin luz y el rojo de la tierra vacía.

Una música de sonido infinito, con coros de ángeles, voces perdidas, de Ernst Reijseger, alterna con Haendel y otros clásicos. La película está dividida en diez capítulos que comienzan con un Réquiem para un planeta que muere. En los agradecimientos finales figuran los tripulantes de la nave STS – 34, a los que Herzog reconoce por su coraje al acompañarlos en la misión. También agradece a la Nasa por su sentido poético. No se olvida de nombrar a los tres phds matemáticos, y destaca a la tripulación, el comandante, el médico, el físico especializado en plasmas, el bioquímico y el piloto. De los cinco, dos son mujeres.

The Wild Blue Yonder
Por Diego Salgado

Cine de autor, cine de género, cine sin etiquetas

Ubicada cronológicamente entre Grizzly Man (id. 2005) y Rescate al Amanecer (Rescue Dawn. 2006), esta salvaje y azul lejanía puede ser considerada una de las películas más libres de Werner Herzog, en un periodo reciente de su carrera de por sí reacio a cualquier clasificación taxonómica (sus próximos proyectos auguran un regreso a la ficción dramática).

De tal libertad da cuenta el hecho de que The Wild Blue Yonder se pasease por certámenes tan dispares como los de Sitges, Venecia, Documenta Madrid o Mar del Plata, adaptándose sin problemas a las coordenadas programáticas de todos ellos en función de su innegable naturaleza de heterodoxo divertimento formal, en el que tienen cabida las declaraciones de un alienígena (o un perturbado) que interpreta Brad Dourif, imágenes de archivo correspondientes a pioneros de la aviación y misiones espaciales, entrevistas con matemáticos y físicos, fragmentos de las exploraciones submarinas en la Antártida de Henry Kaiser —colaborador asimismo de Herzog en la posterior Encuentros en el Fin del Mundo (Encounters at the End of the World. 2007)—, una supuesta división narrativa en diez capítulos con epígrafes tan peculiares como “El misterio del ovni de Roswell reexaminado” o “El túnel del tiempo”, y una banda sonora subyugante que conjuga improvisaciones de un chelista vienés, una vocalista senegalesa y un coro sardo.

Sin embargo, The Wild Blue Yonder no es en nuestra opinión una película que deba su mayor interés a la problemática condición de sus imágenes, a las eternas discusiones sobre ficción, fakes y documentalismo que podrían suscitar, a digresiones teóricas sobre los límites del régimen audiovisual que terminarían por abstraernos de la obra en sí y su efecto en el espectador. El film de Herzog resulta fascinante, hasta el punto de tratarse de uno de los más inspirados de su prolífica y muy fecunda trayectoria, porque la disposición de los elementos descritos, la recontextualización de imágenes ajenas, repercuten en grado sumo en su discurso autoral, uno de los más preclaros y a la vez ignotos de nuestra contemporaneidad cinematográfica; y porque hacen plena justicia a ese intertítulo que anuncia nada más arrancar la película que nos hallamos ante una obra de género, y más en concreto ante una “science fiction fantasy”.

Y es que la historia que cuenta Dourif, centrada en extraterrestres que han intentado sin éxito establecer colonias en nuestro planeta y en naves espaciales humanas que tampoco han corrido mejor suerte en escenarios distantes, apela con singular sentido de la melancolía a la idea clave del cine de Herzog, que él mismo ha testimoniado como realizador: el anhelo del ser humano por singularizar su posición en un entorno sociocultural que percibe castrador; el afán por conjurar lo que se ha venido a definir como una verdad extática que revele un paisaje desconocido en el convencional o en nuevos horizontes; y el fracaso épico de tal intento ante la constatación de nuestra insignificancia en el devenir general del universo. Temas que la mirada ponderada, compasiva y a veces humorística de Herzog —faceta la última poco citada a propósito del alemán y que encontraría muy afortunada expresión por la misma época en Incident at Loch Ness (Zak Penn, 2004), que coescribió— le llevan a concluir en The Wild Blue Yonder por boca del alienígena protagonista, otro de sus personajes visionarios y marginados, que si bien tenemos tendencia a pensar en los extraterrestres (es decir, en nosotros mismos) como seres especiales y muy avanzados, «con capacidad para destruir si quisiéramos Nueva York en dos minutos», en realidad «apestamos».

Por otro lado, la adscripción genérica de la película al fantástico es particularmente atractiva, no ya por la modestia y el respeto que Herzog demuestra con ella, sino porque The Wild Blue Yonder se inscribe con rigor en la tendencia menos frecuentada de la ciencia-ficción cinematográfica, la verdaderamente especulativa y contemplativa. La que parte de argumentos —y en este caso también imágenes— admitidos como reales, para transmutarlos en escenarios de lo imaginado, tanto o más mentales que físicos. Escenarios que salen paradójicamente robustecidos de la clamorosa indigencia presupuestaria apreciable en pantalla, que contribuye a acentuar nuestra sensación de extrañeza, como suele suceder con muchas producciones fantásticas desastradas.

The Wild Blue Yonder constituye en definitiva un doble viaje: de la exaltación del autor al descubrimiento de su nimiedad, y de una verdad documentada a otra que podríamos calificar de ensoñada. En la encrucijada de ambas trayectorias prende esa poesía tan propia de Herzog, inaprensible pero no menos evidente que la que él manifiesta (en los títulos de crédito finales) haber detectado en los desvelos de la NASA por explorar el espacio y en el material audiovisual de la institución que le ha servido en parte para conformar The Wild Blue Yonder; una película marciana en el sentido más coloquial de la expresión, no sujeta a otra servidumbre que la de la creatividad sin fronteras de su responsable.

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