martes, 4 de septiembre de 2012

Conversación con José Luis Guerín

por Cristóbal Fernández y Abián Molina
Publicada originalmente en la revista Cebeza Borradora. No. 3 Madrid


En construcción supuso para muchos de nosotros una puerta abierta a caminos insospechados, a territorios por explorar. Una película que incluso motivó a algunos a un primer acercamiento al cine documental, a su creación, a su capacidad de reflexión. Hacía muchos años que una película no conseguía establecer un diálogo con lo real diferente al que nuestra realidad mediática nos tenía acostumbrados. Su éxito funcionó como la llave maestra que abría itinerarios hacia nuevas experiencias.

Que el cine puede ser otra cosa es algo que José Luis Guerín ha venido demostrando a lo largo de su toda su trayectoria. A diferencia de muchos cineastas, su trabajo muestra claramente una necesidad de adaptación entre el contenido y la forma. Y ahí la mirada. Aquello que aparece como unidad indisociable entre lo que se filma y su acercamiento. De ahí esa capacidad de adaptación casi camaleónica del cine de Guerín que va avanzando según lo hace su forma de acercamiento al mundo. De ahí también nuestro entusiasmo ante un cineasta capaz de plantear una mirada sobre las cosas en la que no se excluye la concreción ni se impone el intelectualismo.

Sin embargo nuestro entusiasmo por Guerín no viene tan sólo motivado por lo que en sus películas se revela, sino también por la persona. Sus palabras funcionan a modo de tentáculos, de extensiones que nos llevan de unos lugares a otros. Territorios del legado del cine, de geografías urbanas, de paisajes humanos. Es un diálogo que no deja de crear, de adentrarnos aún más en las profundidades de la experiencia humana y cinematográfica.

Lo que sigue es la trascripción de uno de esos momentos en el que las cosas se muestran en toda su sencillez, sin el velo maldito de lo confuso, en lo esencial de su misterio.

CB (Cabeza Borradora): Uno de los temas que más nos preocupan en el actual estado del audiovisual, quizá debido a la espectacular proliferación de imágenes en los más diversos ámbitos, es la posibilidad de diferenciación de las imágenes, la posibilidad de una mirada entre toda la saturación audiovisual. ¿Qué huecos quedan todavía para la mirada?, ¿qué necesidad existe de “mirar”?

Guerín: Se trata, de alguna manera, de reclamar una mirada primigenia o limpia. Cada vez que reconozco una gran película, una muy buena película, yo tengo la ilusión de que descubro el cine por primera vez. Tengo esa impresión por ejemplo con el cineasta lituano Sergei Dvortsevoy, que hizo Paraíso. Es una impresión que me ofrece también Flaherty. Cuando veo, en concreto, Nanook el esquimal, y veo a los niños de Nanook me parece que veo por primera vez en la pantalla a unos niños. Y cuando veo a Nanook sonriendo a cámara me parece que nunca antes había presenciado una sonrisa en el cine. También si pienso en ejemplos más próximos, pues veo El sol del membrillo y me parece que nunca antes había mirado un fruto en la pantalla. Es una sensación que me transmite también Ozu. Veo Primavera tardía y nunca antes había visto una manzana. Creo que ésta es una cualidad muy misteriosa de los grandes cineastas: la de devolverte la emoción de lo primigenio, el primer contacto con las cosas. Suelen ser, además, curiosamente cineastas que han visto muchas películas, que conocen la historia del cine e incluso mantienen un diálogo con esa historia. Pero al contrario de las películas de algunos cineastas cinéfilos en las que cada imagen remite a un montón de películas, a un cúmulo de guiños, de complicidades con otros filmes, estos cineastas, quizá los más grandes, establecen un vínculo muy intenso con las cosas, como si fueran vistas por primera vez. Son capaces de conseguir esa abstracción y de devolvernos la ilusión de ese contacto con lo primigenio.
Esta cualidad es muy importante en el consumismo audiovisual en el que contextualizábais la pregunta, porque realmente crea un enorme desasosiego. De hecho, por ejemplo, la visita a un videoclub con toda la acumulación de carátulas, la masificación de imágenes, a mí, por lo menos, me devuelve la necesidad de volver a las fuentes: a Chaplin, a los Lumière, a Murnau... que constituyen para mí unas coordenadas sólidas donde situarme, donde mantener mi diálogo con este medio.

CB: El cine nace como un monstruo bicéfalo en esa confrontación, desde siempre señalada, entre los hermanos Lumière y Méliés, la ficción y el documental, la escritura y el espectáculo. ¿Es el documental un lugar privilegiado para la “mirada” en cuanto que nos permite un acercamiento más directo a lo real, entendido éste como un estado en el que rige el azar y lo aleatorio?

Guerín: Sinceramente no lo creo. No creo que el documental, por proponer un enunciado documental esté más cerca de lo real que el cine de ficción. Depende de la política de lo real. Yo creo que existen muchos cineastas que trabajando en la ficción han arrojado muchísima más luz sobre la realidad que muchos documentalistas. Y paradójicamente algunos documentalistas han arrojado luz sobre el mundo de las sombras, de la mente y de la percepción más introspectiva.

Sí creo, sin embargo, que eso que llamamos documental, que no es exactamente un género sino más bien un ámbito en el que existen muchas escrituras diversas, es el espacio que está esencialmente por explorar en cine. Cuando hablamos en general de cine, no digamos ya del cine de género, todos somos muy conscientes de que es algo que pertenece al pasado. El western, el musical, el cine negro, la comedia son modalidades de cine que pertenecen al cine de Hollywood de los años 40. Y ahí de vez en cuando se encuentra alguna excepción, pero su esplendor pasó ya, es algo pasado. En cambio en el documental, más bien en los espacios del documental, porque realmente nos encontramos ante un fracaso de las palabras con el término “documental”, y aún teniendo en consideración legados importantísimos del pasado, se encuentra un espacio donde está todo por explorar todavía. Inversamente a esa circunstancia que se da con el cine de ficción encabezado por el cine de género, en el documental no hay esa sensación de agotamiento. Esa impresión que leemos en el cine como algo que ya está totalmente muerto, hecho... los cines de lo real están abriendo caminos verdaderamente por explorar. Hay unas posibilidades de especulación con los tiempos y espacios, con los modos de enunciación prácticamente vírgenes. Y por eso no es raro que la parte más estimulante del cine que nos ofrece el presente venga de esos lugares.

CB: Aún así, esa tensión entre lo documental y la ficción ¿afecta a tus modos de trabajo? Porque has trabajado realmente en muchos espacios desde el ensayo, pasando por lo ficcional, lo documental... ¿Este conflicto aparece en la concepción e ideación de tus películas?

Guerín: Sí, yo lo percibo así. Es cierto que tengo el deseo de la ficción y probablemente lo vaya desarrollar, si es que puedo seguir haciendo películas (risas). Pero tengo un conflicto con la ficción en el modo de cómo resolver la dramaturgia. Hay algo en la dramaturgia del cine de ficción que me resulta muy antiguo. Por lo menos a mí en tanto que realizador, más que como espectador. Hay algo que me resulta academicista en ese sentido. Y es una sensación que también percibo en los cineastas que me parecen más ambiciosos de la modernidad: ¿cómo representar la realidad? Es un debate que se sitúa más allá de ficción o documental. Rohmer lo resuelve de una manera, Kiarostami de otra, Maurice Pialat de otra. Pero todos ellos desde luego escapan a ese modelo de dramaturgia que yo llamo académico, que puede contener maravillosas interpretaciones, pero que a mí me resulta caduco. Entonces, ahí, verdaderamente los legados y recursos del documental me abren horizontes, caminos para transitar por ellos.

Por otro lado podemos retraernos un poco a los Lumière, cuando no existía esta diferenciación tan antipática entre documental y ficción y lo que había era cine y punto. En todo caso podríamos ver que dentro de las películas de los Lumière hay un porcentaje de control y otro porcentaje de azar, en el que interviene lo aleatorio. Quizás sería más clarificador situar el debate ahí porque normalmente constato que cuando se habla de documental se suele hacer sobre esa vertiente, es decir, sobre la invitación o la invocación de lo aleatorio. Por ejemplo, uno de los modelos que propongo en mi seminario son los documentales de Alain Resnais, que a mí me gustan muchísimo. Son documentales elaboradísimos, muy cerrados, construidos con un guión verdaderamente acabado e incluso con un story board dibujado previo. Pero, por esa razón, es más clarificador hablar de esa política entre el control y lo aleatorio. En la primera película de la historia del cine La salida de los obreros de la fábrica hay un ejercicio de control de Louis Lumière por elegir el ángulo, la altura, la escala, el encuadre, en definitiva el movimiento de la acción, dónde empieza, dónde acaba. Pauta la acción, rueda diversas tomas pero hay un lado de azar; cómo van a salir los obreros, qué se va a capturar en ese pequeño caos a la salida de la fábrica. Sabe cómo va a empezar la película (se va a abrir la puerta), sabe cómo va a acabar (se va a cerrar), pero existe un lado de azar. Entonces podemos ir viendo ese porcentaje. En La llegada del tren a la ciudad ese azar es mucho mayor. Porque no son obreros suyos con los que poder ensayar. Capta. Hace una operación de cálculo, de control, y luego espera a ver que le da el azar. Es decir, que hay una política entre esa idea de control y la del azar, lo aleatorio. Y creo que podríamos estudiar de una manera muy ilustrativa toda la historia del cine a través de esa política. En un lado extremo estaría lo que Godard llamaba “los controladores del universo”: la figura del gran cineasta clásico que no deja nada fuera de control, donde no hay margen para el accidente, para lo aleatorio. Y al contrario: actitudes de cineastas que no sólo no rechazan lo aleatorio sino que lo invocan, lo buscan. Y ahí se puede establecer un paralelo sencillo con algo que se ha dado en otros medios artísticos. Jackson Pollock en sus pinturas utiliza un péndulo que va vertiendo pintura e invoca el azar, crea un pacto con lo aleatorio para que vierta la pintura... o en música las experiencias de John Cage. Esto podría contemplarse así. Eisenstein controla mucho la fragmentación en las escalinatas de Odessa pero deja otra parte también para que hagan los figurantes que corren de un lado a otro, para que se atropellen...

CB: Junto a estos elementos de la mirada, de un lado la mirada del sujeto, del otro el paisaje o el cuerpo que se filma identificándose con lo real, ¿cómo articularlos si existe una tercera mirada, la del ojo de la máquina, cuya mirada no es la del hombre? Algunas cosas las ve, otras no, magnífica ciertas cosas y seres (la fotogenia)... ¿Existe una preocupación por el dispositivo, por el ojo mecánico que es por sí mismo creador de azar?

Guerín: Sí, claro, es más inofensivo un lápiz que una cámara. Y es muy importante elegir bien las herramientas cuando haces una película. De la misma manera que un escultor si trabaja sobre bronce, sobre madera, sobre mármol va a tener resultados muy diversos. Yo recurrí a la cámara digital para hacer En construcción porque si no, no podía visibilizar lo que tenía que visibilizar. Pero nunca podría haber rodado mi película Tren de sombras en digital, porque no se hubiesen visibilizado esas sombras como tenían que visibilizarse. Es una cuestión de elección. Siempre hacer una película es una operación después de haberte preguntado ¿qué quiero visibilizar?, ¿cómo puedo visibilizar eso que quiero visibilizar?... Y en función de esto eliges unas herramientas u otras, estableces un pacto con lo aleatorio u otro. Eso ha llegado incluso a la actitud de algunos antropólogos que ya en los años 70 dejaron sus cámaras a tribus de indios. Sería un extremo de esa invocación de lo aleatorio. Aunque el poder nunca lo tendría el indio o el nativo que tiene la cámara sino el padre del artificio, de la idea. Yo lo veo en cierto sentido como una forma de ceder poder, en la manera en que parte del cineasta. Ese rasgo común de muchos cineastas contemporáneos de invocar lo aleatorio hasta esos extremos implica una pérdida de ese poder absoluto, hegemónico del cineasta clásico, del “controlador del universo”.

CB: Desde el punto de vista de usted como cineasta, ¿cómo plantea ese espacio necesario para toda película que es el espacio del espectador? ¿Dónde sitúa al sujeto que verá la película?

Guerín: Esta es también una cuestión central del cine moderno, y del cine en general. Es la cuestión decisiva cuando piensas en una puesta en escena o estás en la mesa de montaje. Son momentos en los que sientes que quizá estés ocupando el espacio del espectador, que estás interviniendo demasiado en algo que le corresponde a él, estás usurpándole su lugar. Por el contrario, en otros da la sensación de que le estás dando demasiado poco. Hay que establecer un equilibrio. La televisión se caracteriza por anular absolutamente el espacio del espectador. La televisión es explicativa, tiene terror a que el espectador pueda ejercer su función de pensar y de sacar conclusiones ante las cosas. Nos lo dan todo hecho. Los adjetivos calificativos... Al contrario, el cine debe establecer otro pacto con el espectador, como algo esencial para que no sea una forma más de alienación. Si queremos que el cine sea de verdad un medio de comunicación se debe respetar ese espacio del espectador para que sea invitado a ser correalizador de la película y sólo ahí concluye la experiencia de una película: en la mente activa del espectador. Si no, no se cierra realmente ese círculo. En ese sentido el cine de consumo procede de una manera cada vez más agresiva con el espectador en cuanto que le usurpa completamente su espacio y lo trata únicamente como consumidor que debe consumir rápidamente, y olvidar lo más rápidamente posible para estar en condiciones de volver a consumir. Son estatus bien distintos: el del consumidor y el del espectador.


Mi experiencia con el cine viene vertebrada quizá, desde luego antes y con más continuidad, en tanto que espectador más que en cuanto realizador de cine. Entonces para mí es muy sencillo pensarme como primer espectador de mi película, tenerme como referente. Si acudo al cine me gusta ser tratado como una persona sensible e inteligente, y me siento mal si no es así. Ese proceder me da una pista de cómo debo abordar la película.

CB: Alguna vez has comentado el “gusto” por la secuencia, la necesidad de dotarla de su tiempo y desarrollo como una forma de ceder al espectador ese tiempo para que pueda mirar a los personajes y las cosas. ¿Nos encontramos en el cine actual con una tendencia a la ruptura de las secuencias, a la interfragmentación que supone en cierta manera una negación de la mirada del espectador y una dirección aún más férrea?

Guerín: A veces, efectivamente, es así. Es un lenguaje muy enfático, que señala mucho, casi propagandístico o publicitario. Otras veces, el saltar en unidades espacio-temporales mínimas lo que encubre es un gran vacío. He visto últimamente algunas películas que se pretenden “artísticas”, y que encubren un vacío de discurso absoluto. El hecho de ir saltando en múltiples acciones paralelas, eso que a veces muy absurdamente se llama coralidad, lo que encubre muchas veces es una falta de compromiso. Empiezas a conocer a unos personajes... y en lugar de desarrollarlo se salta a otra cosa. Porque no hay desarrollo posible con esos personajes. Porque no existen. Bueno En construcción es una película coral (risas). Hay muchísimas excepciones, y ese proceder puede ser muy noble. Pero es algo que constato mucho: el gusto por saltar de una cosa a la otra, en una suerte de zapping narrativo que te hace intuir que debe haber algo pero no puedes ver nada. Un estilo que se desarrolló sobre todo con Griffith para contar cosas que sólo era posible contar en la alternancia, precisamente termina en lo contrario: para acabar no desarrollando nada. Y es verdad que si hay una cosa que echo en falta del cine reciente es ese gusto por el desarrollo secuencial, por la cohesión del tiempo y el espacio. Si comparas una película de Dreyer, de Ford, de Hitchcock con alguna película que cuente algo parecido realizada ahora descubriremos que fácilmente para contarnos lo mismo requieren de una multiplicidad de secuencias enorme, de espacios, de tiempo rotos. Al contrario ellos eran maestros de condensar en unas pocas unidades espacio-temporales con una mayor densidad e intensidad. Realmente, claro, había una sabiduría que provenía del teatro, del teatro bien entendido para el cine. No esa noción absurda que tienen ciertos adaptadores de decir “bueno, si parto de un texto teatral lo que vaya hacer para llevarlo al cine es airearlo un poco”, y airearlo quería decir multiplicar el número de localizaciones. Esa falsa idea de dinamismo. Frente a esto, Hitchcock o Dreyer: “¿partimos de una unidad espacio-temporal? Pues vamos a eso, a depurarla incluso, si cabe, más”. No vamos a ir en contra del material. Beneficiémonos de ese trabajo ya hecho para seguir profundizando y llegando más lejos. Ahí están Ordet o Gertrud. Son películas impresionantes, y lo son por el trabajo con esas unidades espacio-temporales. Ese gusto por la secuencia es muy difícil encontrarlo en el cine actual

CB: Desde ese punto de vista quizá la fotografía no podría alienar al espectador, en cuanto que en ésta el espectador posee todo el tiempo que quiera para mirar. Justo lo contrario que ocurre en cierto cine actual, en el cual el espectador no tiene tiempo para apreciar la manera en que se desarrolla la forma de un plano, a veces ni siquiera el contenido del mismo.

Guerín: Yo disfruto muchísimo con los fotógrafos. Antes de coger mi tomavistas de ocho milímetros intenté hacer algunas fotos. El problema es que no podía capturar eso que a mí me parecía bello con la cámara de fotos. Recuerdo mi frustración cuando estaba haciendo un retrato a una amiga de la adolescencia y su encanto se evaporaba al congelar el tiempo. ¿Qué pasaba ahí? Había algo que no funcionaba. Y yo lo vi enseguida, porque para mí la noción de belleza en aquella muchacha venía dada por un modo de mirar, por una cierta gestualidad y sobre todo por un ritmo interior. Esa intensidad de la mirada, esa felicidad por el movimiento sólo me la daba el cine. Capturar un trozo de tiempo de esa chica. Y al congelarlo desaparecía esa belleza. Es una cualidad que no tengo. El cine tiene un tiempo que fluye paralelamente al de la vida y por lo tanto puede capturar ese fluir, ese flujo temporal. En cambio la fotografía congela un instante, mata el tiempo. Yo admiro muchísimo a un montón de fotógrafos pero mi experiencia es meramente como espectador. Incluso diría que muchas ideas, muchas películas nacen a partir de la contemplación de una fotografía. Porque una fotografía para mí es un misterio. Siempre. Lo que me provoca y me incita es a cuestionarme por el segundo antes y el segundo después de una fotografía. Y ahí se situaría el origen del cine y el desarrollo secuencial. Una fotografía es un enigma. Yo tengo una carpeta con fotografías que son enigmas para mí, y que son germinativas para inventar formas y desarrollar proyectos.

CB: En esa cualidad de la que hablábamos antes en cineastas como Dreyer u Ozu, en su capacidad para visibilizar el espacio-tiempo ¿se trata tanto de esconder como de mostrar, de invisibilizar como visibilizar las cosas? ¿Dónde se sitúa el espectador?

Guerín: No hay nada más fastidioso que una película explícita o demasiado explicativa. En cada encuadre late esa cuestión: ¿cuánto muestro y cuánto sugiero? Y una película es siempre un diálogo entre esos dos aspectos: lo que está dentro del encuadre y lo que queda fuera. Que muestro y lo que queda para la sugerencia. Ese diálogo está en la transición de un plano a otro, está en la propia noción del encuadre, en el trabajo de sonido... y es a través de esas formas mediante las que consigues implicar al espectador como correalizador.

CB: Incluso una película como Innisfree se plantea como una película invisible, como un gran fuera de campo sobre El hombre tranquilo. Pero a la vez con nuevos espacios invisibles para que otros espectadores-cineastas lo ocupen.

Guerín: Claro, de entrada visibilizo algo que era imposible para Ford, que es el futuro de su película (risas), una determinada geografía que él filmó. Pero también me he nutrido del diálogo que pueden establecer las imágenes de la película de Ford con las leyendas celtas que conviven en ese pueblo, con su realidad política, aspectos de su folklore, tellerstories... Ver también el fuera de campo de la película de Ford para intentar dotar también de un nuevo contexto a esas imágenes que yo creo que incluso pueden enriquecerla, desde otras perspectivas. Aunque tampoco me gusta ver Innisfree exclusivamente de esa manera. Es verdad que admite un diálogo con la película de Ford, pero yo prefiero verla como una película sobre los habitantes de un lugar. Es cierto que es un lugar que guarda ese legado precioso, del rodaje de una película que condicionó sus vidas. Pero yo nunca hubiese abordado una película de carácter cinéfilo en este sentido, de ir a un lugar para hacer una película sobre otra película. Eso no me habría interesado por más que admire a Ford. Lo que me gustaba es si acaso cómo vivía un colectivo humano el legado del cine como un legado vivo, y nada cinéfilo. Me molesta ese lado endogámico del cine que sólo se nutre de cine. Son granjeros, pescadores, un pueblo con sus diversas realidades, sus leyendas y entre esas leyendas la leyenda de Ford y de ese rodaje. Pero siempre en ese contexto.

CB- Hay una gran diferencia entre Innisfree y En construcción. La primera se rueda en Irlanda, pero la segunda en Barcelona, tu ciudad, aquella que conoces más a fondo. ¿Cómo te enfrentas a representar la cotidianeidad de una ciudad en la que probablemente te puede resultar más difícil ver las cosas “como por primera vez”?

Guerín: Yo siempre digo que intento adoptar la mirada de un viajero y no de un turista que sería la negación de un viajero. Hasta este momento cada película mía iba asociada a la idea de un viaje y además era consecuencia de un viaje. Siempre he creído que la mirada del viajero es más sensible, que la cotidianeidad tiene algo terrible de alineación, que no te deja ver lo auténticamente revelador de las cosas. A fuerza de cruzar tu calle diariamente acabas por no verla sin hacer una abstracción de ella. Cuando viajas, por lo menos a mí me sucede eso, a menudo en cada esquina, en cada calleja encuentro motivos reveladores, singulares. Muchas veces lo más satisfactorio de hacer un viaje es que al regresar te obliga a reinterpretar tu propia calle. Es por ese motivo por el que intenté adoptar la mirada de viajero para rodar En construcción. Es la primera vez que filmaba mi ciudad. Sin embargo la elección, por ejemplo, del sector de la construcción me resultaba más atractiva porque está formada esencialmente por gente de fuera. Incluso la elección del barrio también porque es un barrio de inmigrantes. Yo al principio me hice una maleta y me hospedaba en hostales del barrio para vivirlo así como el viajero que llega a un lugar y necesita servirse de distintas lecturas de ese barrio. Y a veces me imaginaba como podía percibir ese barrio el marino que venía a recalar aquí, porque este barrio está configurado en torno al puerto, en torno a la necesidad de los marinos de tener prostitutas, bares, animación... ahí se fue gestando el barrio chino. Intentar visibilizar, soñar el barrio cuando era sólo el monasterio de Sant Pau que está frente a la obra que filmé y cuando todo el barrio eran los huertos de esos monjes. En fin, tratar de sumar muchas imágenes que habían construido el barrio. Una película para mí es un largo y sinuoso camino de conocimiento del que al final no queda prácticamente nada en la película. Pero ese trayecto inicial para mí es importantísimo. Y siempre tiendo a pensar que algún sedimento de todo eso queda. Me gusta ver una película también como una forma de conocimiento. Esa expresión tan bella de Truffaut, un cineasta debería tout savoir. Un cineasta debería saberlo todo. Es inabarcable, pero en cuanto acotas un pequeño ámbito de tu película intentas conocer el máximo de cosas al respecto. Con mi equipo formado de estudiantes leíamos libros de arquitectura, veíamos películas, entrevistábamos a paletas, electricistas, obreros, vecinos, arquitectos... Nos relacionábamos con esa realidad desconocida.


CB: La elección del dispositivo con dos o más cámaras en En construcción ¿se correspondía con un planteamiento pensado de antemano, una cierta necesidad de visibilizarlo todo? ¿Un cierto miedo al plano vacío?

Guerín: A través del corte y del découpage se sustituyen los movimientos de cámara. Pero no hay ningún dogma o decálogo de cómo proceder en la película al nivel del dispositivo. En cada escena hay algo que visibilizar y eso te lleva a decidir si dejas que el personaje salga del plano, y se queda la imagen vacía, o que ese plano le suceda otro. Pero me es difícil dar principios generales a ese respecto.

CB: Por ejemplo en Las horas del día vemos un trabajo del plano que tiende a poner obstáculos a la visión del espectador, a hacerla difícil.

Guerín: Sí, me pareció muy interesante. En el caso de En construcción se acerca quizá más a una escritura que Noel Burch llamó los pillow shots en el cine de Ozu. Esos encuadres vacíos que puntúan y crean de alguna manera una respiración. En En construcción hay algunos momentos, unos motivos recurrentes, como las chimeneas que son una imagen del origen obrero e industrial del barrio. Hay algunos planos que a modo de leit motiv funcionan un poco como separata en la estructura y crean una respiración.

CB: En cierta manera ¿ese dispositivo te permitía un acercamiento diferente a lo que sucedía?

Guerín: Incluso la propia elección del vídeo. Yo empecé a rodar la película en cine, en 16mm. Pero en seguida vi que no nos servía esa herramienta. Era un momento, además, en el que no existía el cine digital. Yo no había visto películas realizadas en vídeo, era el año 98 cuando empezamos. La única experiencia que conocía eran las escenas que rodó Víctor Erice en El sol del membrillo. De igual manera que el escultor debe cambiar un material por otro, ahí la fotoquímica no nos servía. Precisamente en vuestra publicación había una reflexión interesante sobre cómo algunos cineastas utilizaban el vídeo exactamente igual que el cine, que es algo que no entiendo, sinceramente. Incluso películas que tienen alto presupuesto y se ruedan en digital por esa inercia de las modas tecnológicas pero con una política y un criterio de un rodaje pesado en cine. Finalmente el único resultado que dan, a mi juicio, es un empobrecimiento visual. Donde llega la fotoquímica no llega todavía la imagen digital. En cambio si utilizas una sintaxis más propia del video las pequeñas cámaras que se encuentran hoy día posibilitan una captación de las personas enfrente, sean actores o no, de una naturalidad que es imposible conseguir con el cine. Yo creo que incluso esa es la diferencia esencial.

También podemos encontrarlo en películas de ficción. Incluso el comportamiento de un actor profesional cambia según como se emplee una cámara. Puedes crear un clima casi de una película familiar, y extraer una naturaleza de esa persona, más allá de sus recursos como actor, casi inéditos. Sería una manera de burlar esas dramaturgias académicas de ciertas películas de ficción. Pero también está la posibilidad de rodar muchas horas y utilizar muy pocas.

Por razones de coste hubiera sido inviable En construcción. Es un proceso de síntesis de unas cien horas de material rodado. Pero es una película que cuesta muy poco dinero. Entonces es muy importante buscar la especificidad y la semántica que posibilita cada medio. Acertar con la herramienta.

CB: ¿Cómo se articula el trabajo de actores en En construcción?, ¿existe una cierta idea de ficcionalización en la puesta en situación? Nos viene a la mente el momento en el que los dos personajes jóvenes juegan en el salón recreativo. Es un momento muy intenso de la película. ¿Cuál es ahí tu labor como enunciador?

Guerín: Es una situación que parte de su vida cotidiana. Cuando tienen cuatro duros se los gastan en porros y en esas máquinas. No es una situación propuesta desde fuera, artificialmente, sino que orgánicamente me la dan ellos. A diferencia de lo que yo llamo “el legado del gramófono” que es cuando Flaherty pone el gramófono a Nanook y consigue una expresión maravillosa introduciendo en la película algo que es totalmente ajeno a la realidad del esquimal. Él no ha visto jamás un gramófono entonces tiene esa reacción en directo frente a la cámara. Yo diría que esencialmente la intervención del director donde se hace más visible es en la decisión de que algo se ha de mostrar. Estás haciendo un documental en principio sobre la demolición de una casa y tienes que tomar una serie de decisiones. Tomas muchas notas de fragmentos de realidades, de observaciones... Es una película que surge de eso: anotaciones y observaciones. Entonces la política del cineasta se hace visible porque decide mostrar algo.
Por otro lado, en tanto que puesta en situación fue, para mí, una de las más sencillas de la película. Cuando ellos están tan entregados disparando esas máquinas no precisan de mayores recursos de dirección de actores. Les importa un carajo la cámara. Están absorbidos en la acción de disparar. No hay ni asomo de interpretación. Hay algo enfrente de su mirada que forma parte de su realidad y que focaliza su atención con mucho más poder que la presencia de la cámara ahí. Para ellos en ese momento la cámara se invisibiliza. El trabajo del cineasta consiste primero en la elección de mostrar algo y segundo en la de cómo visibilizarlo, es decir el desglose, los planos y lo que se ve en esos planos.

CB: Ésta es una escena fundamental para conocer tu mirada sobre los personajes...

Guerín: Es una escena donde se revela además el lado más terrible- de estos chicos. Donde surgen de su parte unas expresiones muy brutales, muy xenófobas. Ciertos rasgos que podrían ser como de skinhead. Sin embargo hay otras secuencias que redimen a los personajes de esos rasgos y esa naturaleza. Ahí donde la televisión juzgaría, lo explicaría todo, el cine, o mi cine, contempla la realidad como algo mucho más complejo y lleno de matices. Esos personajes que pueden tener un comportamiento monstruoso en una secuencia determinada, pues nos resultan absolutamente afectuosos, tiernos y frágiles en otras. Yo no creo en la existencia de los monstruos, creo que existe la monstruosidad pero no los monstruos. Y entonces es interesante ver cómo, en qué momento, en qué circunstancia puede surgir la monstruosidad. Pero me hubiese sentido muy mal en condenar a estos muchachos. No lo sentía así, en modo alguno.

CB: El trabajo del documental supone entonces la elección de qué mostrar de cada personaje, cómo mostrarlo...

Guerín: Claro, por lo menos del documental en la tradición humanista, ese que tendría al ser humano como centro. Se trata de ver cómo te relacionas con las personas que filmas y cómo relacionas a esas personas filmadas con esas otras personas que van a ser los espectadores. Esa sería la ecuación decisiva. Esa relación triangular. Y también sería otra hermosa manera de ver la historia del cine: cómo han ido cambiando las formas de ese triángulo.

Por eso últimamente he andado muy preocupado y fascinado con la historia del retrato en la pintura. Porque hay algo esencial, muy despojado, que se parece mucho al cine. Hay un pintor con su lienzo y enfrente un ser humano que va a ser retratado. Y en medio una especie de trípode. El caballete y el trípode son iguales. Lumière lo quiso hacer igual porque le gustaba mucho la pintura.

De hecho Antoine Lumière era un pintor impresionista. Son muy interesantes todas esas cuestiones que desde el Quatrocento se han planteado los pintores: ¿a qué distancia me sitúo del sujeto?, ¿cómo me relaciono con él?, ¿con qué accesorios lo caracterizo?, ¿va a haber fondo o no va a haber fondo?, ¿qué diálogo va a establecer el fondo con el personaje?, el entorno y la figura, ¿profundidad de campo o no?, ¿dónde situar la luz?, ¿dónde va a mirar?, ¿lo capto estático o creo una situación?... el principio de puesta en situación en pintura. Siempre también contemplando las distintas relaciones entre sujeto pintado y pintor.

En el origen era el sujeto pintado quien de alguna manera imponía cómo se tenía que retratar. Era una especie de productor, existía un forcejeo. He tenido acceso a algunos de los contratos con los que tenían que trabajar Giotto, Masaccio... los grandes pintores, y es tremendo las condiciones que les imponían. Cuesta imaginar cómo fruto de tantas imposiciones y sufrimiento podían generar la belleza que han generado. Por justicia habría también que hablar de los pintores como una suerte de política de los autores. No puede hablarse de autores que hacen libremente lo que quieren, sino de una política, de un forcejeo. El “donante”. Así se llamaba el productor en pintura en el pasado.

CB: ¿Tras la experiencia de En construcción con el vídeo cómo te planteas ahora la creación de un proyecto? ¿Estás actualmente en proceso de desarrollar alguna idea concreta para una película?

Guerín: No, la verdad es que no. Estoy garabateando cosas pero todavía pueden tomar muchos rumbos. Es un trabajo que me resulta muy estimulante. Ahora tengo una pequeña cámara de vídeo con la que tomo notas. Me parece que muchas veces en esas notas se encarnan de una manera más natural muchas ideas que me preocupan. De una manera mucho más fácil, fluida, natural que en la literatura. Creo que a mí me sería mucho más fácil crearme el esbozo de una película sobre notas tomadas por ejemplo en video que desarrolladas en un guión escrito, literario, tradicional.

CB: Esta idea la desarrolla también Godard cuando filmó en vídeo los guiones de algunas películas suyas.

Guerín: Es cierto. Además, él puede hacerla porque si se pone dinero para que Godard haga una película, no se da dinero para un guión, si no para que Godard haga una película que será una película de Godard. Es terrible la tiranía que está padeciendo el cine del guión. El guión fue en principio una herramienta esencial para que Griffith pudiera desarrollar su noción de escritura cinematográfica, el perfil psicológico de los personajes... y sin duda ha aportado mucho al desarrollo del cine. Pero el guión tiene una doble vertiente que de hecho ya tenía incluso para Griffith. De un lado es una herramienta necesaria para la evolución de su cine, pero de otro lado era también un testimonio para los inversores. A medida que las películas de Griffith se iban haciendo más costosas, los inversores querían saber en qué invertían. Esa doble vertiente del guión ha convivido siempre a lo largo de la historia del cine, pero yo diría que últimamente la realidad del guión más tremenda es que pesa mucho más ese lado de control ideológico del capital que el lado del guión como creación. Es decir, los guiones se hacen pensando en cómo diablos poder seducir a una televisión, a una comisión para que inviertan dinero. El cine está viviendo una esclavitud terrible en este sentido. Es un despotismo del guión.
Si no, verdaderamente, para muchas películas lo natural sería que unas notas de vídeo sirvieran de intención con la que prever una estructura, unas ideas concretadas en esas pequeñas imágenes y a partir de ahí surgiría de una manera muy natural una película.

Una película para mí es un enigma, es un misterio. Si lo tuviera resuelto de antemano no haría la película. Hay que hacer la película para descifrar un enigma. Y ese enigma es mayor si como en En construcción no tengo un guión como punto de partida. Es algo que también oí decir a Chantal Akerman. Le pedían un guión y ella respondía: “si hago un guión ya conoceré la película y entonces no me apetece hacerla”.

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